INNES, George Summer Days 1857 |
Allan Quatermain, el protagonista de Las minas del rey Salomón, no creía que el paraíso fuera un yermo, una terra incognita vacía de humanidad y, como cazador de elefantes habituado a las soledades selváticas, su ideal de paisaje comprendía la presencia del ser humano: A mi entender, por muy bello que sea un paisaje, necesita la presencia del hombre para alcanzar su plenitud; pero eso quizá se debe a que he vivido mucho tiempo en soledad y, por tanto, conozco el valor de la civilización, aunque, sin duda, esto está fuera de lugar. Estoy seguro de que el jardín del Edén era bello antes de que existiera el hombre, pero pienso que debió de ser más bello cuando Eva se paseaba por él; pensamiento, por cierto, que ya inspirara a Albrecht Dürer y a otros pintores que retrataron a nuestros primeros ancestros en su magnífica desnudez.
Reparemos en que sin necesidad
de ser cazadores de elefantes en la sabana africana, los trabajadores
que pasan largas jornadas al raso, rodeados de naturaleza, como es el
caso de los pescadores que faenan en la mar, anhelan el paisaje de la
costa con su animación de tabernas portuarias y gentes dadas a idealizar la inmensidad del océano desde la seguridad de
tierra firme.
Otro asunto es que existan los
paisajes vírgenes, en los que la vista pueda recrease hasta el
horizonte sin el estorbo de la fealdad provocada por las agresiones
del ser humano. Tal vez en alta mar, en el corazón de las junglas y
en los polos pueda el viajero sentirse como un astronauta en Marte, y
salir a explorar con la certeza de que no se encontrará en la vuelta
de la esquina a ningún paisano. Pero no era el caso de África en
tiempos de Allan Quatermain. La grandiosa naturaleza con que se
enfrenta el cazador de elefantes tenía su humanidad propia y una
civilización que había modelado sus propios paisajes antes de que
llegaran allí los europeos a descubrir cataratas, lagos y montes, y
bautizarlos con los nombres de sus reinas ridículas, caciques y
santones tribales.
Cuando los expedicionarios
contemplan el país imaginario de Kukuanalandia desde las montañas
de Saba, tras haber estado a punto de perecer en la travesía del
desierto y en las nieves de la cordillera, Quatermain apunta: No
sé cómo describir el magnífico panorama que se desplegaba ante
nuestros ojos embelesados. El paisaje sublime se caracteriza por:
- fértiles campos
- grandiosos bosques
- un gran río
- una vasta extensión de hierba
- incontables manadas de animales salvajes o reses
- colinas solitarias en mitad de la llanura
- grupos de chozas
- una amplia carretera, singular obra de ingeniería
El cazador se figura
Kukuanalandia como una especie de paraíso o tierra prometida.
Kukuanalandia es un territorio fértil, labrado, con habitaciones
humanas, vías de comunicación y una geografía cuyos rasgos
fundamentales son: relieve diverso; abundancia de agua y, por tanto,
de vida; y lugares propicios para el asentamiento de la población.
Más tarde veremos que los kukuanas no tienen nada que envidiar en
belleza natural al Adán y Eva pintados por Albrecht Dürer.
El paisaje paradisiaco del
hombre que pasa sus días enfrentándose a una naturaleza hostil se
cifra, pues, en la civilizada Kukuanalandia: Verdaderamente, esta
nueva tierra era poco menos que el paraíso terrenal; nunca he visto
otra igual por su belleza, su riqueza natural y su clima. El Trasvaal
es un país hermoso, pero no tiene ni punto de comparación con
Kukuanalandia.
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