Carrera popular



Desvelarse, agonizar, arrepentirse tarde y por la boca chica. Al alba del día grande sentir una congoja aguda en la punta del epigastrio. Correr a hacerse un hueco en el corazón de la masa que salta, trota, sueña y vuela. Eludir los primeros puestos, cabalmente librados de expectativas de victoria. Que el único disparo oído en nuestras vidas sea el de la pistola que indica la salida hacia una meta incierta. Beber agua fresca y refrescarse el rostro con la esponja que otros nos ofrecen en la mano. Especular sobre las costumbres amatorias de las musarañas para ahuyentar el dolor de una tendinitis mal curada. Que nos adelante un hombre entrado en años, una mujer entrada en kilos (o viceversa) y acatemos, resignados, la burla del destino. Competir con sombras. Prescindir, por coherencia metafísica, de cronómetros y otros artilugios del museo de las torturas. Ser aplaudidos por las abuelas, por las familias con niños, por los que sobrevivieron a una grave enfermedad, pero no por los conductores apresurados. Preguntarse qué hace un corredor de seguros o una maestra de gramática desafiando a la tortuga de Aquiles. Conformarse con ser uno más sin aspiraciones al podio y enorgullecerse, no obstante, de entrar en el pelotón de los cinco mil primeros. Recorrer la ciudad por calles vedadas al tráfico y ver pasar sus estatuas de mármol. Repetir la distancia de Maratón a Atenas con la buena nueva de una victoria sobre nosotros mismos. No morir como cuentan que murió Filípides, pero padecer parecida agonía. Prometer sentar la cabeza en la terraza del bar o, delante de la televisión, en el sofá de casa. Por descuido o incuria olvidar los suplicios pasados, conjurar las dolencias por venir y celebrar el gozo del coraje inútil. Otra vez desvelarse, agonizar, arrepentirse tarde y por la boca chica.



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