Se lamentaba Nora C. de
que es muy difícil no ser nacionalista estando rodeado de
nacionalistas, igual que condena a la soledad (y en ocasiones a la hoguera) ser un descreído entre creyentes fervorosos.
Ella, cada cierto
tiempo, dos o tres veces al año, invocaba el nombre de su país con
la turbación con que la amada pronuncia el nombre del amado.
Lo decía en voz baja,
casi un susurro, para no molestar a quien perteneciendo a un país
distinto del suyo pudiera sentirse excluido de la cantidad de amor
que aquel nombre abarcaba.
Pero sobre todo lo
decía en voz baja, casi un susurro, porque cuando el nombre de una
patria se vocea acompañado de banderas e himnos, deja de ser el
nombre de “la madre que nos parió” para pasar a ser el nombre de
“la puta que te parió”.
Con tanta delicadeza y
sensibilidad no se fundan, en efecto, las naciones: por eso son
necesarios los nacionalistas.
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