Paul Gauguin, 1892 |
Cuenta Bartolomé de las Casas en su, por fortuna, brevísima relación, que los españoles: Entraban en los pueblos, ni dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban y hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre por medio, o le cortaba la cabeza de un piquete, o le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de las madres por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas.
Una raza de dioses vendrá de
más allá del mar, habían profetizado las antiguas escrituras:
ahora la palabra se ha hecho sangre.
En un claro de la selva el
escribano apela al nuevo rey al que a partir de entonces todos deben
obedecer; y el sacerdote invoca al nuevo dios en el que a partir de
entonces todos deben creer.
Pero mientras el escribano y el
sacerdote arengaban a la multitud en un idioma que no entendía,
algunos hombres blancos, que no atendían a tan elevadas razones, se
dejaban llevar por sensuales ensoñaciones placenteras.
Era el caso que las mujeres
indias, como Eva en el paraíso, se tapaban apenas con unas hojas de
palma, dejando impúdicamente al descubierto sus pechos y otros encantos. De modo que los soldados, carne de horca en el
viejo mundo, despojos de las galeras del rey, lacayos de los grandes
señores y ministros de la iglesia, las desnudaban con miradas de deseo.
Ellas, que a pesar de la
desnudez y la naturaleza paradisiaca, no habían conocido jamás el
jardín del Edén y sí las humillaciones perpetradas por sus
caciques y señores naturales, que también los había allá, como no
podía ser menos, entendían y temían las miradas hambrientas de los hombres
blancos.
Ellas entendían que
los hombres blancos no eran dioses. Y que el hecho de ser solo hombres
no les hacía, sin embargo, menos peligrosos.
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