Tratado de caminería, 8: Camino de Budapest


MARKÓ, Károly the Elder
Puszta
1853


Hace veintisiete años viajé a Hungría desde el sur de Yugoslavia. Entonces existían las republicas socialistas y había que cumplir ciertos trámites para viajar al otro lado del llamado Telón de Acero, aunque ninguno tan tremendo como los que tienen que sufrir los modernos parias de la tierra para ser admitidos en el paraíso capitalista. Fue una excursión improvisada, de pocos días, y no puedo decir que viera gran cosa del país de los magiares, pues mi amigo australiano y yo pasamos en seguida de Budapest a Viena y de Viena otra vez a Yugoslavia.


Cuando volví a España, tuve la curiosidad de leer un libro de historia de Hungría publicado en la colección Austral. Quiero decir con este dato que el país, en el que no permanecí mucho más de cuarenta y ochos horas, me causó una profunda impresión, aunque no llegara a conocer casi nada de sus paisajes y monumentos. Ni siquiera la gente que nos encontramos en el camino, en tan breve espacio de tiempo, constituye una muestra significativa de la que sea lícito inferir conclusiones sociológicas. Si guardo un recuerdo entrañable de la Hungría comunista, yo creo que es más bien por las circunstancias del viaje, hecho a salto de mata y con espíritu aventurero.



Una tarde en que volvía de correr por la orilla del Vardar, en Skopje, encontré a mi amigo australiano en el portal de la Casa de los Lectores.

-Me voy a Hungría, ¿quieres venir?

Dije que sí, pues tenía un fin de semana largo por delante, ningún plan para esos días y una disponibilidad absoluta para lo incierto. Solo había dos problemas: carecía de visado para entrar en Hungría y de dinero para derrochar en actividades superfluas. Mi amigo australiano no necesitaba visado porque tenía doble nacionalidad, yugoslava y australiana, y el pasaporte yugoslavo le permitía viajar por los estados socialistas. Pensamos que seguramente habría la posibilidad de obtener el visado en la frontera. En todo caso, gastando poco y solucionando los problemas sobre la marcha, nada nos impediría llegar hasta los confines del Imperio Austrohúngaro o, más lejos aún, hasta el mismo Imperio de la Horda de Oro.


Subí a toda prisa a mi apartamento, me duché, preparé la mochila, cené una tortilla francesa y al rato estábamos de nuevo en el portal para ir andando a la estación de Skopje.


En el expreso nocturno con destino a Belgrado se podía sacar billete de primera o segunda clase. Pero ocurrió que en segunda, la clase a la que pertenecemos el pueblo llano, los vagones iban abarrotados, por lo que decidimos convertirnos en unos desclasados y pasarnos a los departamento más cómodos de primera sin el correspondiente billete. No hubo guerra de clases, pero sí una redada del revisor, que nos obligó a abonar el suplemento, afeándonos nuestro comportamiento de capitalistas irresponsables. Pagamos y nos acomodamos lo mejor que pudimos para pasar la noche. Habíamos entablado conversación con otro australiano que se dirigía a Polonia y Finlandia. Él había reservado un coche-cama. Atravesamos Serbia a oscuras y no volvimos a verlo hasta Belgrado. Allí nos despedimos, deseándole buena suerte en su peregrinación hasta el Círculo Polar Ártico.


En la estación de Belgrado conseguimos algunas informaciones sobre las formalidades fronterizas. Al parecer, la única solución al problema del visado era ir hasta Subotica en autobús y desde allí, en taxi o coche particular, acercarse al puesto de control para tramitar el documento.


Antes de meternos durante horas en otro transporte público, entramos en un bar a almorzar una hamburguesa. La digestión lenta de la comida rápida puede amargar el viaje a cualquier trotamundos abonado a los sitios baratos que recomiendan las guías de culto, pero en nuestro caso, ya fuera por el cansancio del trayecto anterior o por la insensibilidad de nuestros paladares y estómagos, el único efecto fue sumirnos en un pastoso episodio de duermevela interrumpido por ocasionales regüeldos. En este penoso estado recorrimos la región autónoma de Voivodina, sus campiñas centroeuropeas y sus pueblo magiares. Se me disculpará, por tanto, que no entre en detalles geográficos sobre la naturaleza del país y el carácter de sus poblaciones. Mas por muy atolondrado que sea el vagabundo, basta ponerse de viaje para que a uno lo alumbren repentinas iluminaciones y lo saquen de su ensimismamiento extraños espejimos, visiones que valen por todo un viaje y cuya contemplación bastaría para decir: “lo he visto todo”. Así me sucedió a mí con uno de esos lugares de Voivodina, de cuyo nombre, anunciado en serbio y magiar, no puedo acordarme. Lo que acaso vi fue: un río, un caserío en la orilla del río, las arboledas, los patos, la torre de un campanario y las casas de los campesinos. Una estampa clásica de la vieja Europa. Lo demás pertenece a las ensoñaciones del viajero: un cartero que reparte la correspondencia en bicicleta, un tractor que traquetea en un camino rural, la escuela de los niños, una maestra que pasea con un libro bajo el brazo, un abogado experto en pleitos de lindes y herencias, un sargento de la Milicia que fue partisano, una alcaldesa del partido comunista... Tal es la Voivodina de mis alucinaciones.


En Subotica nos apeamos del autobús, recogimos el equipaje y contratamos un taxi que nos llevara hasta la frontera de Hungría. En las negociaciones con los taxistas nunca se debe bajar la bandera, ni siquiera si nuestro interlocutor es un hombre voluminoso, con aspecto de clérigo goliardo, al que en apariencia estamos molestando con demandas inverosímiles. Pero la segunda parte de este axioma es que en las negociaciones con los taxistas no queda más remedio que entrar por el aro si solo hay un taxista con quien disputar. El buen gordo supo al punto que éramos extranjeros, íbamos a donde solo se podía ir en su taxi y lo hacíamos por capricho viajero, luego no estábamos en condiciones de exigir.


Desde Subotica al puesto fronterizo de Tompa hay unos dieciséis kilómetros, que pagamos a onza de oro la legua. El taxista nos dejó en la carretera y caminamos hasta las garitas de la Milicia yugoslava. Los guardias nos informaron de que, en efecto, podíamos tramitar el visado en la parte húngara. Allí fuimos. A la policía húngara le sorprendió ver aparecer de repente, sin visado ni vehículo, a la extraña pareja que forman un australiano y un español. Yugoslavia y Hungría eran estados socialistas, pero no exactamente del mismo bando. Mientras Yugoslavia formaba parte del grupo de los No Alineados, Hungría se situaba en el Pacto de Varsovia. La frontera poseía toda la parafernalia del Telón de Acero: alambradas, torretas de vigilancia y un bosque clareado para que el enemigo no sorprenda a ninguna de las partes.


Posé para que los agentes húngaros me hicieran una fotografía, esperé cerca de una hora y aboné alrededor de cuarenta marcos alemanes, una considerable fortuna. Después, con los papeles en regla, cambianos algo del dinero de la menguada bolsa y echamos a andar por la carretera hacia el norte, sin tener la más mínima idea de cómo seguir la ruta y dónde pasaríamos la noche. Solo sabíamos que en esa dirección estaba Budapest.


Así entramos en la Hungría comunista una tarde de octubre. Al otro lado del Telón de Acero se extendían los mismos campos y bosques, la misma atmósfera de calma, iguales luces tenues de otoño. En las ventanas de las granjas había tiestos con flores y el sol comenzaba a ocultase tras las altas arboledas. Por la carretera fronteriza no pasaba nadie. Los pueblos parecían desiertos.


Nos sentamos en un prado del borde de la carretera a merendar. Nuestras provisiones consistían en unos trozos de queso, una barra de pan y algo de fruta. Luego nos tumbamos a descansar. Con la cabeza apoyada en la mochila, viendo pasar las nubes, pensaba en todas las historias terribles que se decían de los países comunistas: claro está que en medio kilómetro de recorrido no había podido comprobar ninguna. Antes de ponermos en marcha, buscamos en un mapa la estación de ferrocarril más próxima.


Volvimos a la carretera. Intentamos preguntar a algunas personas que trabajaban en los campos, pero no había manera de entenderse. Luego encontramos una parada de autobús, que supusimos nos llevaría a Tompa, pues no había otro destino posible.


Llegamos a Tompa a la hora en que los feligreses salían de la misa de tarde. La iglesia tiene un campanario con reloj y está rodeada de verde. La mayoría de los devotos son personas mayores, más mujeres que hombres, que se dispersan silenciosas por las calles del pueblo. Entramos en un bar a tomar un refresco. Aquí predominan los varones reunidos en torno al billar y otro juego parecido al de la rana. Hay una estufa que en invierno debe de ser el alma del local. En los días de nieve y lluvia será un placer arrimarse a la estufa y dejar pasar el tiempo entre conversaciones banales.


El camarero nos recomendó ir a Kiskunhalas en autobús y desde allí buscar el modo de desplazarse a Budapest. Con la ayuda de un niño que había vivido en California e hizo de traductor nos enteramos del horario y el precio del billete. ¿Por qué habrían vuelto el niño y su familia de California? ¿Qué hacían allí? Como estábamos rodeados de adultos, no consideramos oportuno someter al niño a un tercer grado, así que nos quedamos sin saber estas informaciones fundamentales. Pero Tompa en 1988 parecía un sitio excelente para ser niño, asistir a la escuela, pasear en bicicleta por los senderos del bosque, bañarse en la poza de un río, morir del primer amor y partir a los dieciocho años para estudiar carrera en la Universidad de Budapest. ¿Ofrece Los Ángeles algo mejor?


De Tompa a Kiskunhalas por la carretera 53 hay 27 kilómetros de campos de labor y algunos bosques. Kiskunhalas es una ciudad de casi treinta mil habitantes y está en el condado de Bács-Kiskun; Tompa no llega a cinco mil. Todo el territorio está comprendido en la Gran Llanura Húngara, donde los antiguos ubicaban “los pastos de Julio César”. Este amable paisaje campesino lo fundaron, sin embargo, tribus magiares que partieron de los montes Urales, en los confines de Asia, hacia el siglo VIII. Según la leyenda, los jefes de las siete tribus nómadas fueron: Álmos, Előd, Ond, Kond, Tas, Huba y Töhötöm. Después de instalarse en tierras del Danubio, Árpád, el hijo mayor de Álmos, se convirtió en príncipe de los húngaros.


A Kiskunhalas llegamos con el tiempo justo para coger el tren de Budapest. Apenas entrevimos una ciudad de aspecto aseado, sobrio y tranquilo, sin el tráfico ni el ruido de las ciudades occidentales. Quién nos iba a decir que, unos meses después del viaje, la pacífica Kiskunhalas saldría en las portadas de todos los periódicos del mundo como un símbolo del final de la Guerra Fría. En El País del miércoles 26 de abril de 1989, Jesús Estévez escribe desde Budapest:



Las tropas de la URSS iniciaron ayer su retirada de Hungría, casi 33 años después de que sus carros de combate aplastaran la insurrección de Budapest en 1956. Este hecho, que ha sido presentado como el primero de este tipo que se produce en la Europa del Este, fue saludado como un gran acontecimiento por húngaros y soviéticos. "A ustedes podrá parecerles un acto de propaganda. No es así, sino que es todo un ejemplo a imitar; en cualquier caso, si se puede hablar de propaganda lo sería a favor de la paz", manifestó un coronel soviético en el momento en que eran embarcados en tren los primeros 31 carros de combate que regresan a la Unión Soviética. La despedida, organizada ante más de un centenar de periodistas, en su mayoría occidentales, se desarrolló en Kiskunhalas, localidad situada a unos 180 kilómetros al sur de Budapest y a 32 de la frontera con Yugoslavia. El acto tuvo un arranque poco feliz: la primera de las dos palomas blancas que en símbolo de paz lanzó al aire la diputada radical italiana Ilona Staller, Cicciolina, acabó prácticamente aplastada bajo las 38 toneladas de un carro de combate soviético, pues momentos antes se la había ofrecido a su conductor. [...]



En Kiskunhalas, ciudad de 32.000 habitantes, está la guarnición de la XIII División Acorazada Soviética -con unos 1.000 hombres-, elegida para iniciar la operación de vuelta a casa. Los periodistas pudieron presenciar la salida de los viejos carros de combate T-64, fabricados en los años sesenta, en la estación, situada a kilómetro y medio de su base. El coronel Boris Adamenco, segundo jefe de la división, que está a punto de jubilarse y "volver a casa para dedicarse a la apicultura con la ayuda de su nieto", como declaró a los periodistas, fue el encargado de dar la bienvenida a los informadores y anunciarles que una parte de los blindados tendría como destino el desguace. […]



"Las relaciones entre los rusos y la población local eran muy buenas", nos declaró un policía húngaro que momentos antes había recibido la reprimenda de un soldado soviético porque no impedía que los periodistas se acercasen demasiado y se subiesen a las plataformas del tren para fotografiar y filmar los carros de combate con evidente riesgo para su integridad física. El policía dijo que consideraba la retirada "como un hecho" que a él no le afectaba personalmente. Afirmó que la gente de la ciudad estaba dividida sobre si estaba bien o mal el que se fuesen los rusos.



Nosotros, vagabundos que buscamos las sendas recónditas y el aire libre, no sabíamos nada de la presencia del coloso en Kiskunhalas. Pero pasadas casi tres décadas, nos preguntamos: ¿Qué habrá sido de aquella Hungría socialista en la que Cicciolina iba a celebrar la libertad? Al coronel soviético Boris Adamenco, ¿le llegará la jubilación para dedicarse a la apicultura? Su nieto, ¿estudiará en una escuela pública? ¿En manos de qué Estado o grupo criminal fueron a caer los T-64?


Y al cabo, cuando llegamos a la estación Jósefváros, tras veinticuatro horas de tren, autobús y caminata, desde los Balcanes al Danubio, ¿por qué en vez de quedarnos boquiabiertos ante las maravillas de Budapest, sentimos nostalgia de los caminos de Hungría?

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