En el capítulo XXIII del libro
I de la Historia de Etiopía, escrita en portugués por el
castellano Pedro Páez (1564-1622), rebate el autor algunas fábulas
que Luis de Urreta compiló en su Historia eclesiástica y
política de los grandes y remotos reinos de Etiopía, monarquía del
imperio del llamado Preste Juan de las Indias (1610) basándose
en las informaciones que le proporcionó Juan Baltasar, abisinio de
Fatagar con quien tuvo conversación en Europa.
En dicho capítulo XXIII del
libro I, En que se trata de los animales tanto domésticos como
bravos que hay en Etiopía, se cuentan disparates muy graciosos
sobre las monas. Y es que Luis de Urreta refiere en su historia que
los etíopes emplean a los simios como criados, de modo que hacen
todas las labores domésticas e incluso cocinan y van a comprar carne
y vino. Hay gente que tiene más de treinta monos a su servicio.
Trabajan en el campo con la azada, desbrozan, descantan y, al acabar
la jornada, vuelven a su casa a comer. En el ejército los simios
sirven de excelentes vigías y, gracias a su fino oído, son capaces
de oír un ruido a media legua de distancia y dar la alarma al
campamento.
A Pedro Páez le sorprende,
desde luego, que Luis de Urreta diera crédito a semejantes
fantasías: Pero los de Etiopía no solamente no
vieron nunca estas cosas en su tierra sino que tampoco las han oído
hasta ahora, que yo se las he contado, y las tienen por tan fabulosas
que les parece que en ninguna parte puede haberlas.
Las cosas de los simios
continúan con la explicación del modo de matar el rinoceronte o
abada en la provincia de Gojam, al pie de los montes de la Luna. Los
cazadores llevan a una mona instruida en tales artimañas, la cual,
viendo al rinoceronte, se pone a hacer mil monerías para
engatusarlo. Cuando ya lo tiene embobado, trepa de un salto a sus
espaldas y se dedica a rascarlo y darle gusto, momento que los
cazadores agazapados en la espesura aprovechan para dispararle sus
ballestas o escopetas al ombligo, que es su punto débil. Pero una
vez más, Pedro Páez nos lleva al terreno de lo empírico y dice que
el propio emperador Seltán Zagued rió al escuchar las patrañas de
Luis de Urreta y añadió que los etíopes ni siquiera conocían las
ballestas, sino que cazaban los rinocerontes con lanzas cortas.
Lo cierto es que los monos de
Etiopía eran siervos de los humanos y no al revés, como planteaba
la novela de Pierre Boulle La planète des singes (1963), que
adaptó Franlin Schaffner para el cine en 1968.
Esta dialéctica de explotadores
y explotados en el orden de los primates contrasta con las historias
de niños prohijados por tribus de monos y de monos educados en
familias humanas, como la chimpancé Washoe, a quien sus padres
adoptivos se propusieron enseñar el lenguaje americano de signos, empeño que culminaron con
relativo éxito, ya que llegó a manejar signos para más de cien
palabras con las que incluso era capaz de formar oraciones. El famoso
lingüista Noam Chomsky, padre de la gramática generativa, tuvo su
alter ego simiesco en el chimpancé Nin Chimsky, que en 1973
siguió los pasos de Washoe en el aprendizaje del lenguaje humano.
Otro asunto es del kafkiano
Pedro el Rojo, mono que, atrapado en Costa de Oro por una expedición
de caza y trasladado a Europa, se civiliza hasta el punto de
pronunciar un discurso ante los honorables señores de la Academia.
Para él la humanización consiste en abandonar la selva, vivir entre
barrotes, sufrir el látigo, aprender a emborracharse y fumar en
pipa: convertirse en un explotado. No son logros para sentirse
orgulloso. Por eso le subleva ver que su pareja, una chimpancé con
la que lo pasa bien a la manera simiesca, tiene la mirada
extraviada del animal amaestrado, y declara que eso solo lo
reconozco yo y no lo puedo soportar.
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