Surco




En la clase de literatura, la profesora leía el cuento del labrador que se durmió arando con los bueyes. El labrador era el padre de doña Tere, la dueña de la pensión donde se alojaba Alfanhuí. Una mañana de nieve, Alfanhuí abandonó su casa, echó a andar por los campos blancos y se fue a Madrid, la ciudad en la que se llevaban zapatos de charol y había muchas cucarachas en los pisos de madera.

El labrador, que era de Cuenca, se quedó dormido con las manos en la mancera del arado. Los bueyes salieron del campo y tomaron el rumbo del Poniente. Trazaban un surco a través de montes y ríos. El hombre no despertaba ni nadie se atrevía a despertarlo. Los bueyes siguieron el curso del Tajo hasta Portugal. Atravesaron la playa y entraron en el mar. Solo entonces, al sentir las olas en el cuerpo, el labrador despertó. Preguntó dónde estaba, vendió los bueyes y emprendió el camino de vuelta a casa por el mismo surco que había abierto con el arado. Cuando llegó a a su tierra, hizo testamento y murió rodeado de todos los suyos.

Mientras leían la novela de Rafael Sánchez Ferlosio, la profesora descubrió que uno de los alumnos que se sentaban al fondo del aula se había quedado dormido. Algunos compañeros querían despertarlo de malos modos y reían al verlo apaciblemente recostado sobre la tabla del pupitre, con la cabeza entre los brazos, pero la profesora les pidió que guardaran silencio y no lo molestaran.

Era primera hora de la mañana, cuando la mayoría de los escolares fantasean, soñolientos. Aunque el niño no se había enterado de la lectura y merecía un negativo, la profesora le dejó dormir; como estaban en clase de literatura, meditaba: ¿quién sabe a dónde le llevarán los bueyes en su sueño?



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