Quienes
piensen que no hay Europa -o si la hay, es una especie de Europa
degradada- al sur del eje formado por la city de Londres, los
bulevares de París y la sede alemana del Banco Central Europeo
deberían leer, si no lo han hecho, el libro de Juan Vernet Lo que
Europa debe al Islam de España (1999), que yo he descubierto
tarde, como todo en esta vida, en mi retiro de la montaña oriental
de León, y que propongo como lectura obligatoria para los señores
de la guerra de la autodenominada civilización occidental. En
las páginas que siguen -declara el autor en el prólogo- se
verá concretamente cómo una serie de conocimientos que van desde
los balbuceos del cálculo infinitesimal hasta el desarrollo
institucional de los manicomios, desde los inicios de la química
como ciencia hasta la navegación de altura, nacieron o cruzaron por
nuestra piel de toro. Así es: la lengua árabe, que dominó en
la Península Ibérica durante varios siglos, sirvió no solo para la
transmisión de saberes procedentes de India, Persia y la Grecia
clásica por toda la Cristiandad occidental, sino que fue el idioma
en que se difundieron innovaciones culturales originarias de
Al-Ándalus a Europa, África y el Oriente.
Hay
una erudición fabulosa en el ensayo del sabio catalán, pero a
mí, cerrado de mollera, lo único que se me quedó grabado fue el amor
por lo árabe y unas vagas fantasías de magos caldeos, alquimistas
toledanos y astrólogos egipcios. Me animé, pues, a profundizar en el asunto y leí El
occidente medieval frente al Islam. La imagen del otro, de
Philippe Sénac (2000). En este estudio el occidente medieval se limita casi a la Francia medieval y se pone el
foco en la conformación de un imaginario que mezcla en partes
desiguales, según las épocas, temor, desafecto, ignorancia,
curiosidad y fascinación.
Seguí
mi inmersión en el mundo árabe con un hermoso tratado sobre Médicos
de Al-Ándalus (2003), en el que Cristina de la Puente cuenta las
vidas de Avenzoar, Averroes e Ibn al-Jatib, explica sus teorías
científicas y trata de perfumes, ungüentos y jarabes.
Judíos
y conversos en el Reino de Castilla (2009), de Rica
Amran, lo compré en una excursión a Ávila. Editado por la Junta de
Castilla y León, chirría la traducción del francés, pero aporta
datos interesantes sobre la propaganda antijudía en la Castilla de
los siglos XIV a XVI, sobre quiénes la alentaron y con qué
intereses.
Como
resumen de estas lecturas de verano, pongo unos versos de Ibn
al-Jatib (1313-1375) citados en el libro de Cristina de la Puente. El
médico granadino los escribió poco antes de ser encarcelado y los
incluyó en su Tratado de patología:
Somos
de condición deleznable y tenemos que morir;
predicamos
un sermón admonitorio, aunque estemos callados.
Fuimos
soles del cielo de la grandeza,
subimos,
y lloraron por nosotros los horizontes.
Fuimos
grandes y nos convertiremos en huesos;
antes
dábamos de comer y ahora seremos comidos.
¡Cuántos
han sido llevados a la tumba desnudos
y
habrán tenido las arcas llenas de vestidos!
Lo
nuevo se destroza cuando el plazo final
hace
sentir sus estragos.
Dile
a los enemigos: “Ya desapareció Ibn al-Jatib”:
ya
murió; pero, ¿quién es el que no morirá?
Algunos
se recreaban antes con él;
puede
ser que hoy se recree con él Aquel que no muere.
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