A
la orilla del río Miño, en la frontera con Portugal, hay una caseta
de carabineros.
Yo
me imagino a los carabineros como unos guardias bigotudos, imponentes
con sus capas y fusiles Mauser, que vigilaban la frontera y
perseguían a los contrabandistas.
Han pasado los años, se han
tranquilizado las cosas (¿por cuánto tiempo?) y la caseta, en
ruinas, está devorada por el monte. Sucede, en realidad, que ya casi
no hay frontera.
Junto al puesto de los carabineros pasa un camino que frecuentan los
paseantes y ciclistas. Desde ese sitio se puede contemplar el río en
su curso final o sorprender a un faisán en la espesura del bosque.
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