En otoños remotos, cuando existían los ancestros, yo era buscador de setas en los montes de El Espinar. Níscalos
y boletus eran las que mejor conocíamos los chicos del pueblo. El
otoño en las sierras de Castilla no es garantía de lluvia, pero
basta un amanecer helado para que mude la piel del universo.
Mi
abuela, que temía a los hombres del saco, las centellas, las guerras
civiles y las muertes súbitas de los nietos, tenía su reino en
la cocina. Por la noche comíamos las setas recolectadas en el pinar
al calor de la estufa. Había una estufa de gas para toda la casa y
el calor solo alcanzaba a templar las terminaciones de los vasos sanguíneos.
Ya
no hay setas como aquellas es la queja común en estos tiempos de
sinsabores y bellezas anoréxicas. Ni aunque las guises con aceite
de oliva virgen o condimentes con ajo de Las Pedroñeras sabrán
tan deliciosas como sabían las setas de la abuela, en las que los
enólogos, modernos poetas, apreciarían aromas de madera de pino con
tonalidades de bosta de caballo y tierra mojada. Preparadas en una
cocina de vitrocerámica, en una ciudad donde se ignoran los escaramujos, las setas cacarean como híbridos de ave
de corral y besugo de acuicultura.
Hay
quienes echan la culpa a los chinos o a las industrias de las
repúblicas exsoviéticas por esta destrucción masiva de los hogares
de los gnomos. Yo, modestamente, sin ir tan lejos, establezco el
punto de inflexión en el período aciago de la muerte de mis
abuelos. Desde que ellos murieron, en efecto, ya no nieva como
nevaba antes. No es necesario meterse en la cama con una bolsa de
agua caliente. Han asfaltado las calles. Han proliferado las piscinas y las pistas de tenis.
Comentarios
Publicar un comentario