Thomas Moran, The much resounding sea, 1864 |
Después
de una lección sobre las lenguas indígenas del Delta Amacuro y una
tumultuosa reunión sindical, me fui a pasar el otoño en un poblado
de la Edad del Hierro. El sitio tiene todas las ventajas e
inconvenientes de la primera línea de costa. Solo la superficie
flotante de un leviatán lo iguala o supera en calidad de brisa
marina. Los muros que durante dos milenios han resistido la acometida
de las olas asombra que no se derrumben ante el ímpetu de
nuestros suspiros de admiración. Los apartamentos son de planta
circular, con el diámetro justo para estirar las piernas. Grabados
en los dinteles de las puertas, hay pechos de sirena y cuernos de
venado.
Los
habitantes originarios prendían lumbre para calentarse, y el humo lo
impregnaba todo en el interior de la cabaña, donde se ahumaban los
salmones y los colmillos de jabalí. El humo y la penumbra impedían
a los miembros del clan verse las caras, cuya horrible catadura no
podemos ni imaginarnos. La lana y el cuero de las prendas de vestir
mojadas por la lluvia tardaban tanto en secarse que un aura de vapor
pestilente rodeaba los cuerpos. Si salían a hacer sus necesidades en
los bosques de alrededor, estos bultos vaporosos se confundían con
la niebla y desaparecían como por ensalmo, aunque a veces se
encontraban sus piltrafas devoradas por los lobos.
Los
poblados de la Edad del Hierro son un laberinto de piedras sin rastro
de metal. Si hubiera oro, espadas o monedas, ya se lo habrían
llevado los cazadores de tesoros. Recolectar conchas o algas es una
opción alternativa. Los visitantes se asoman a los acantilados y
piensan en la cantidad de gente que, en estos últimos dos milenios,
habrá muerto ahogada por asomarse a los acantilados a reflexionar
sobre misterios profundos.
En
mi visita de otoño, en medio de la tempestad, había un hombre que
se alojaba en la cabaña del antiguo herrero. Podía ser un notario
retirado, un modisto de bellezas escuálidas o un pescador de los
caladeros de Irminger. Yo me tendí en la cabaña de los niños
raptados por una serpiente marina. Dormí de un tirón y, a la mañana
siguiente, cuando fui a dar los buenos días al notario, ya se lo
había tragado la niebla.
Comentarios
Publicar un comentario