Johan Christian Dahl, Evening Landscape with Shepherd, 1822 |
Hay un castaño en la
tierra de Aliste con el que sueño algunas veces. Lo recuerdo
cerca de la carretera que lleva a Tras-os-Montes, a pocos kilómetros
de la raya de Portugal. Hace años me acogió bajo sus ramas, cuando
era joven y viajaba en bicicleta. Fue una noche de julio, repleta de
astros que surcaban el cielo con sus fuegos errantes. Luego he vuelto
a buscarlo en automóvil, pero ya no estaba. Había otros castaños,
pero no eran el mismo. La
moderna carretera ya no es la vía secundaria de entonces. Entonces los
saltamontes cruzaban la calzada sin mirar a los lados. El brezo
florecía en las cunetas. En los huecos de las curvas vivían los
pueblos silenciosos.
Me detuve a examinar
algunos árboles. Calculé el área de sus troncos multiplicando el
radio al cuadrado por el número pi. Estimé la calidad de su sombra
y la densidad del follaje. Analicé, a ojo de buen botánico, las
inflorescencias y las infrutescencias, con sus correspondientes
calibios y aquenios. Esperé la noche tumbado en un prado, por ver si
las estrellas me proporcionaban alguna pista fiable. Recité a Neruda.
Recité a Luis de León. Todo en vano. Ningún castaño era el que yo
recordaba.
Han pasado veintiocho
años desde aquella excursión en bicicleta por el altiplano de
Aliste. Los árboles centenarios apenas lo notarán en las arrugas de
su corteza y en los anillos de su tronco. Sé que es un lapso de
tiempo ridículo para las cuarcitas armoricanas. Sé también que nunca encontraré
a mi viejo amigo del camino.
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