Gaziel en las trincheras



Chateau Wood, Ypres by Frank Hurley
Frank Hurley, Chateau Wood, Ypres, 1917


Yo no conocía las crónicas de Gaziel ni había oído hablar de este autor, Agustí Calvet, hasta el centenario de la I Guerra Mundial, cuando se hicieron ediciones especiales de su obra. Tal desconocimiento ha de atribuirse solo a mi incultura. No obstante, alegaré en descargo propio la cicatería del canon literario español con los periodistas. Desde Larra, en la época de los pioneros del periodismo, casi ningún escritor de prensa figura en los titulares de las historias de la literatura contemporánea. Otros subgéneros narrativos que carecían de tradición culta, como la novela negra o policiaca, sí han ingresado con pleno derecho en la alta literatura y gozan ahora del mayor prestigio. ¿Por qué no los clásicos de la prensa escrita?

Llama la atención que en sus crónicas de la I Guerra Mundial, Gaziel se refiera a sí mismo como un excursionista. Es cierto que se expone a los peligros e incomodidades de las líneas de combate, pero al final de la visita le espera siempre un vehículo para devolverlo a la seguridad de la retaguardia y al dulce hogar. Para el lector, sus excursiones al frente resultan incluso encantadoras. Así, en los artículos de La batalla del Marne, nos encontramos a Gaziel viajando por el norte de Francia en un Panard de 40 caballos con un hidalgo rural que quiere reconocer el estado de sus propiedades, su culto administrador -lector de los clásicos latinos-, el criado irlandés y una galga inglesa. La guerra ya ha pasado por los campos del Marne, no se oye un disparo ni estalla una bomba. Los viajeros recorren las tierras baldías bajo la lluvia, bajo la nieve, y al caer la noche se reúnen a cenar en un exquisito ambiente de camaradería. Pero la devastación provocada por la guerra torna más sombrío aún el lóbrego panorama de la campiña francesa en invierno. Al lector le sobrecoge la descripción del pantano de Saint-Gond y vislumbra plagada de restos humanos la pavorosa ciénaga: He visitado estos siniestros lugares bajo el sol macilento que alumbra los días primeros del año. Una sábana inmaculada de nieve velaba la repugnante negrura del pantano desierto. Había una paz renovada y serena en el vasto paisaje de enero. Hasta las propias ruinas de las aldeas, cubiertas de copos refulgentes, parecían olvidar los horribles episodios de la lucha. Testimonios como el del espectro de Job, un campesino que perdió el hijo, la casa y todo en la batalla, y que vive apegado a las ruinas, en lo alto de un otero árido y rojizo, azotado por las ráfagas largas del viento, son estremecedores. Un incidente en un control militar es la gran aventura que viven los excursionistas, obligados a permanecer en el hotel hasta que se soluciona el malentendido del salvoconducto y pueden regresar a París, desviándose por Epernay para visitar el sector occidental del Marne: Y hemos ido avanzando en la dulce beatitud de la hora vesperal, por esas tierras cubiertas de soberbios castillos, de bosques seculares y viñedos inmensos...

En el reportaje De París a Monastir, Gaziel se adentra en las montañas de Macedonia, bajo un temporal de nieve, con la intención de llegar a Bitola antes de que la tomen los búlgaros. Esta vez lo acompañan un chófer griego, que ejerce de prudente Sancho Panza, y un danés que resultó ser un espía al servicio de Alemania, según leo en el prólogo de Manuel Llanas. El encuentro con los campesinos de Murichovo, en la venta de Kargjetv, se nos antoja un documento de actualidad: los campesinos serbios que huyen de los búlgaros forman la misma masa de refugiados que cruza las fronteras de los Balcanes, huyendo de la guerra de Siria, a finales de 2015; y la misma que, tras la demolición del comunismo, escapaba de tirios y troyanos en las sucesivas masacres balcánicas. Gaziel se topa en su camino con lobos, con fugitivos, pero no con los búlgaros: estos, como los tártaros de Buzzati, acechan en la distancia y se espera su ataque inminente. Los campesinos de Murichovo son seres aterrorizados, cuya miseria se manifiesta en episodios como la disputa por un montón de paja, que unos quieren para prender una hoguera; y otros, para alimentar a las bestias: Llamémosla inglesa, turca, serbia, italiana u holandesa, la turbamulta de los desheredados permanece siempre la misma, sumergida en su miseria, sujeta a todos los males y arrastrada, sin tener arte ni parte, a sufrir todas las calamidades de la vida.

Cuando Gaziel se aproxima a la primera línea de fuego, le sorprenden algunos aspectos de la guerra moderna, como la vida subterránea en las trincheras y fortines, y la ausencia de grandes movimientos de tropas en una tierra de nadie asolada por la artillería. Llega hasta puestos avanzados desde los que puede oír la conversación de los centinelas alemanes, pero la monotonía de un frente estable de la I Guerra Mundial nada tiene que ver con la vistosidad de las estampas bélicas de siglos anteriores. Los disparos mortales los lanzan manos invisibles desde lejos. El episodio del soldado que, a instancias de su coronel, vuelve al puesto de guardia para solicitar una información y en ese momento cae abatido por el fuego enemigo es un suceso intrascendente en un océano de mortandad, pero quizá un compendio de la guerra más didáctico que las abstracciones difusas sobre la irracionalidad del ser humano: Llegan dos enfermeros con una angarilla. Uno de ellos examina al ordenanza, y luego dice en voz baja: “Se está muriendo”. El coronel besa al herido y le estrecha la mano. En un viaje de vuelta a la retaguardia, cómodamente instalado en el coche que lo lleva al hotel, la comitiva de periodistas descubre a un grupo de soldados reunidos en un bosque. Están enterrando en una fosa común los restos de sus compañeros: miembros desgarrados, cadáveres mutilados, despojos sanguinolentos de lo que, horas antes, fueron personas totalmente ajenas a los conflictos políticos internacionales. Menudencias en que se plasma todo el horror de la masacre: los alaridos de los moribundos en los hospitales, la melancolía de la lluvia en las trincheras, la ausencia de mujeres conforme nos acercamos a las primera líneas.

Esta perspectiva intrahistórica del conflicto se complementa con un análisis honesto de su propio trabajo como informador, pues hay instantes de vacilación en que Gaziel se plantea si no será un simple turista de catástrofes: Lo que significa vivir durante días, semanas y meses sujeto a la servidumbre militar; las tristezas y las alegrías ocultas; el delirio de los combates; lo que es realmente la guerra, esto se nos escapa por completo. Nosotros somos nada más que simples y regocijados turistas; los verdaderos narradores de la guerra, los únicos dignos y capaces de transmitirnos una imagen de ella, son los soldados. Pero éstos escriben muy poco; y lo poco que escriben permanece casi siempre secreto. Sus reportajes tienen el regusto clásico de la literatura de viajes, en la que que el protagonista se interna en territorios extraños y vive singulares aventuras. Ante un mundo de barbarie, no se limita a contar lo que observa, recreándose en la grandiosidad y patetismo de la hecatombe, sino que se permite continuas divagaciones personales sobre la crueldad, el sinsentido y las consecuencias funestas de la guerra. La guerra moderna le parece la guerra de toda la vida, pero mejor organizada y dotada de medios técnicos para matar y destruir con mayor efectividad. No profundiza en las causas históricas, nada hay de investigaciones económicas o políticas: este “espíritu prudente, algo observador y, sobre todo, veraz” que fue el corresponsal de La Vanguardia se va a las trincheras para contarnos las mismas batallas que nos contó Homero en la Ilíada, la guerra de siempre ante cuyos horrores clamamos: "Nunca Más"; y así, hasta la próxima.

Gaziel: En las trincheras, Diëresis, 2014


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