La caída en el monte


Lugar del siniestro




Mi idilio con las montañas nevadas ya no es lo que era. Desde que estuve a punto de romperme la crisma, precipitándome por unas peñas abajo, miro a la naturaleza con indisimulado resquemor. Es cierto que una caída tonta la puede tener cualquiera en las escaleras mecánicas del metro o en la bañera de su casa. Pero uno se siente más herido y traicionado cuando sale al campo a respirar aire puro, a olvidarse de los sinsabores del trabajo y el mundanal ruido, y por un traspié acaba hecho un guiñapo entre rocas de aristas filudas y marmitas de gigante. Eso es lo que me pasó a mí en un monte de Pontevedra. Para un tipo que recita de memoria las églogas de Garcilaso, admira al buen salvaje de Rousseau y sueña con retirarse a las orillas del lago Walden para vivir una vida auténtica consagrada a la horticultura autosuficiente, creedme que fue un golpe bajo.

¿Cómo votar desde entonces a los verdes? Hay que verse en lo alto de una montaña, con la cabeza ensangrentada y el intestino grueso desparramado en el musgo -en realidad solo fue una brecha, pero eso no le resta mérito al susto- para valorar en su justo término las ventajas de la civilización. En tales casos la música celestial es la que pone el rotor del helicóptero de salvamento y los ángeles alados son bomberos o guardias que han seguido cursos intensivos de formación en la Escuela de Alta Montaña. Si los teléfonos móviles sirven para pedir auxilio, hay que disculparles que sirvan también para entrar en páginas guarras. Y uno se vuelve un defensor radical de las ambulancias y los médicos de la Seguridad Social, que nunca serán tan insostenibles como los desfalcos de los corruptos.

Un hombre caído, solo, en medio de la naturaleza salvaje, antes de ser polvo tendrá que resignarse a ser pasto de las alimañas. He aquí la liberalidad de la madre naturaleza. ¿Proveerá al herido de bellotas para que se alimente y hojas de parra para que se tape las partes pudendas, como predicaba don Quijote a los cabreros en el discurso de la Edad de Oro? ¿O mandará una manada de lobos, una bandada de buitres y una muchedumbre de gusanos para que liquiden hasta el último pingajo de nuestros tristes despojos? Los pájaros, cuyos trinos imitan los poetas, picotearán los globos oculares del moribundo, porque son blandos y redondos como las guindas. Si sobrevivimos hasta la noche, el frío arreciará y se nos congelarán los dedos de las extremidades superiores e inferiores. La pálida luna asistirá impasible a nuestra agonía. ¡Qué horrible cuadro lírico!

Sospecho que a raíz del accidente, me aficionaré a pasear por las grandes superficies comerciales. Allí hay cámaras de vídeo y guardas de seguridad en cada esquina, incluso desfibrilizadores por si nos da un infarto en el trayecto de Body Shop a la tienda de Natura. Ni siquiera saldré a la terraza a olisquear los tulipanes del jardín. Seguro que están llenos de insectos asquerosos.


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