Maurice de Vlaminck, La fábrica, 1905 |
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para ilustrarme sobre el concepto de productividad. Si el salario de
los profesores va a estar vinculado a la productividad, habrá que
preguntarse, en primer lugar, qué productos o servicios son lo que
nosotros producimos. Unos, quizá los más ilusos, sostienen que
personas; otros, menos pretenciosos, que ciudadanos. En cualquier
caso, los productos que demande el mercado laboral: futuros agentes
inmobiliarios, monitores de yoga, ingenieros aeroespaciales o
foodies, que vienen siendo cocinillas. Según la
cantidad de jóvenes con estudios que saquemos adelante, cobraremos
más o menos. Si el sistema requiere otros servicios y los paga, todo
es cuestión de negociarlo. Podría, tal vez, incrementarse la
producción de toreros, profesionales polivalentes, pues lo mismo
sirven para lidiar un mihura que para salvaguardar la unidad de
España. Por sacar tajada, incluso los anquilosados profesores de
instituto somos capaces de emprender y ambicionar; eso sí, siempre
que no se toquen nuestras vacaciones.
La magna, libre y
universal enciclopedia define la productividad en los siguientes
términos: La productividad es la relación entre la cantidad de
productos obtenida por un sistema productivo y los recursos
utilizados para obtener dicha producción. También puede ser
definida como la relación entre los resultados y el tiempo utilizado
para obtenerlos: cuanto menor sea el tiempo que lleve obtener el
resultado deseado, más productivo es el sistema. En realidad la
productividad debe ser definida como el indicador de eficiencia que
relaciona la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de
producción obtenida. Así que
cuantos más graduados en
secundaria y bachilleres
produzcamos, con el menor
gasto educativo y en la menor cantidad de tiempo posible, más
productivos seremos; y, por
tanto, mayor debería
ser la
prima de productividad que recibiéramos.
Por lo que respecta a
la optimización de los recursos, ya se han hecho avances notables,
como en la sanidad y la justicia públicas, pero podría irse más
lejos aún. Quizá se debiera reducir el número de asignaturas,
empezando por las claramente inútiles para la vida real. En
Historia, un buen tijeretazo supondría prescindir desde Atapuerca a la
Guerra Civil, con el consiguiente ahorro en horas lectivas. Si
sacamos a Suárez y a Juan Carlos I de la Historia y los metemos en
la Religión, junto a Juan Pablo II, no habría problema en eliminar la clase de Historia.
Un gasto menos. Si Cervantes se estudiara en inglés, las dos lenguas
se fusionarían en una, como las entidades bancarias, y además se
combatiría el fracaso escolar, porque siempre será más fácil leer
el Quijote en inglés moderno que en castellano antiguo.
En todas las materias,
con un par de jornadas presenciales a la semana, por ejemplo, los
lunes y martes, los alumnos estarían perfectamente atendidos, y
podrían dedicar los otros días a investigar por cuenta propia en
las aulas virtuales y el universo de la Red. Calculen el ahorro en
luz y calefacción de las escuelas. Mientras los alumnos aprenden a
aprender por tan barato procedimiento, los profesores permanecerán
en sus departamentos redactando informes psicopedagógicos y
cumplimentando abultados protocolos. En vez de impartir lecciones
magistrales que no sirven para nada, escribirán memoriales que no
sirven para nada, pero que impresionarán a los padres por su
contenido esotérico.
Al pasar menos tiempo
en la escuela, se minimizará asimismo el riesgo de conflictos y
denuncias de los padres a la administración educativa. Un
adolescente que se rompa la cabeza jugando al fútbol en el equipo
local, será un héroe local, del que se enorgullecerán sus papás,
no una víctima de la ineptitud y desidia de los profesores, a
quienes no dudarán en denunciar esos mismos papás.
Como sospecho que la
productividad docente no va por ahí y que diferirá en muy poco de la fomentada por las grandes empresas, continuaré siendo un
profesor improductivo de la vieja escuela. En vez de enseñar
competencia comunicativa, freiré a los alumnos con lecturas de
Platero y yo. Si
de mayores quieren ser banqueros, que lo sean, pero no
sin antes haber perdido unas horas de su precioso tiempo de formación
paseando con el buen asno por los campos de Moguer. Y si se vuelven
tiernos y líricos, que se jodan. Porque entonces no serán buenos
banqueros. Y yo seré una rémora, un fallo, incluso un sabotaje
en la cadena de ensamblado.
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