La productividad de los profesores


The Factory by Maurice de Vlaminck
Maurice de Vlaminck, La fábrica, 1905



Entro en la Wikipedia para ilustrarme sobre el concepto de productividad. Si el salario de los profesores va a estar vinculado a la productividad, habrá que preguntarse, en primer lugar, qué productos o servicios son lo que nosotros producimos. Unos, quizá los más ilusos, sostienen que personas; otros, menos pretenciosos, que ciudadanos. En cualquier caso, los productos que demande el mercado laboral: futuros agentes inmobiliarios, monitores de yoga, ingenieros aeroespaciales o foodies, que vienen siendo cocinillas. Según la cantidad de jóvenes con estudios que saquemos adelante, cobraremos más o menos. Si el sistema requiere otros servicios y los paga, todo es cuestión de negociarlo. Podría, tal vez, incrementarse la producción de toreros, profesionales polivalentes, pues lo mismo sirven para lidiar un mihura que para salvaguardar la unidad de España. Por sacar tajada, incluso los anquilosados profesores de instituto somos capaces de emprender y ambicionar; eso sí, siempre que no se toquen nuestras vacaciones.

La magna, libre y universal enciclopedia define la productividad en los siguientes términos: La productividad es la relación entre la cantidad de productos obtenida por un sistema productivo y los recursos utilizados para obtener dicha producción. También puede ser definida como la relación entre los resultados y el tiempo utilizado para obtenerlos: cuanto menor sea el tiempo que lleve obtener el resultado deseado, más productivo es el sistema. En realidad la productividad debe ser definida como el indicador de eficiencia que relaciona la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de producción obtenida. Así que cuantos más graduados en secundaria y bachilleres produzcamos, con el menor gasto educativo y en la menor cantidad de tiempo posible, más productivos seremos; y, por tanto, mayor debería ser la prima de productividad que recibiéramos.

Por lo que respecta a la optimización de los recursos, ya se han hecho avances notables, como en la sanidad y la justicia públicas, pero podría irse más lejos aún. Quizá se debiera reducir el número de asignaturas, empezando por las claramente inútiles para la vida real. En Historia, un buen tijeretazo supondría prescindir desde Atapuerca a la Guerra Civil, con el consiguiente ahorro en horas lectivas. Si sacamos a Suárez y a Juan Carlos I de la Historia y los metemos en la Religión, junto a Juan Pablo II, no habría problema en eliminar la clase de Historia. Un gasto menos. Si Cervantes se estudiara en inglés, las dos lenguas se fusionarían en una, como las entidades bancarias, y además se combatiría el fracaso escolar, porque siempre será más fácil leer el Quijote en inglés moderno que en castellano antiguo.

En todas las materias, con un par de jornadas presenciales a la semana, por ejemplo, los lunes y martes, los alumnos estarían perfectamente atendidos, y podrían dedicar los otros días a investigar por cuenta propia en las aulas virtuales y el universo de la Red. Calculen el ahorro en luz y calefacción de las escuelas. Mientras los alumnos aprenden a aprender por tan barato procedimiento, los profesores permanecerán en sus departamentos redactando informes psicopedagógicos y cumplimentando abultados protocolos. En vez de impartir lecciones magistrales que no sirven para nada, escribirán memoriales que no sirven para nada, pero que impresionarán a los padres por su contenido esotérico.

Al pasar menos tiempo en la escuela, se minimizará asimismo el riesgo de conflictos y denuncias de los padres a la administración educativa. Un adolescente que se rompa la cabeza jugando al fútbol en el equipo local, será un héroe local, del que se enorgullecerán sus papás, no una víctima de la ineptitud y desidia de los profesores, a quienes no dudarán en denunciar esos mismos papás.

Como sospecho que la productividad docente no va por ahí y que diferirá en muy poco de la fomentada por las grandes empresas, continuaré siendo un profesor improductivo de la vieja escuela. En vez de enseñar competencia comunicativa, freiré a los alumnos con lecturas de Platero y yo. Si de mayores quieren ser banqueros, que lo sean, pero no sin antes haber perdido unas horas de su precioso tiempo de formación paseando con el buen asno por los campos de Moguer. Y si se vuelven tiernos y líricos, que se jodan. Porque entonces no serán buenos banqueros. Y yo seré una rémora, un fallo, incluso un sabotaje en la cadena de ensamblado.



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