He
vuelto a leer Viaje de Turquía, obra dialogada del siglo XVI
cuyo autor se desconoce y que, como otros muchos clásicos de la
literatura castellana, no es fácil encontrar en las librerías. En
la Universidad, recuerdo haber leído y estudiado Viaje de Turquía junto a
los diálogos de los hermanos Valdés en el curso sobre la prosa
didáctica del período humanista y el pensamiento de Erasmo de
Róterdam.
Me
pregunto qué pasaría si Viaje de Turquía tuviese una
versión adaptada para los lectores modernos y fuese conocido, sobre
todo, como un maravilloso libro de viajes, que relata las peripecias
de Pedro de Urdemalas, un individuo a quien los piratas turcos
apresan en la costa de Italia y llevan cautivo a Constantinopla, en
donde ejerce como médico de palacio, hasta que años después se
fuga y regresa a su patria tras un accidentado periplo por el sur de
Europa.
Cuando
leí Embajada a Tamerlán, de Ruy González de Clavijo (siglos
XIV-XV) me pareció imperdonable que un libro de viajes tan
extraordinario tuviese tan poca fama. Este embajador de Enrique III
visitó Rodas, Constantinopla y Trebisonda, navegó por el Mar Negro,
atravesó territorios de Turquía, Irak e Irán y llegó a
Samarcanda, en Uzbekistán, en 1404. Se argumentará que la antigüedad de su lengua constituye un serio inconveniente, pero si nos maravilla la obra de
Marco Polo, que leemos traducida y, la mayoría de las veces,
adaptada, otro tanto podríamos hacer con el relato de Clavijo.
Naufragios
(1542), de Alvar Núñez
Cabeza de Vaca, trata de una expedición que partió
del Caribe en busca de la Fuente de la Eterna Juventud. Los
exploradores recorrieron el sur de Norteamérica, atravesaron los
pantanos de Florida, se enfrentaron a los apalaches, devoraron a los
caballos muertos, ejercieron de curanderos entre los carancaguas,
vieron la desembocadura del Misisipi, remontaron el río Bravo. ¿Cómo
es posible que esta odisea, traducida al inglés, no sea una
obra de culto en los Estados Unidos, se recomiende en todas las
escuelas y se dé a conocer en las oficinas de turismo? ¿Por qué Walt Disney,
Steven Spielberg o cualquier otro no la llevaron al cine? Pero, desengañémonos, ¿cómo podía ser de otra manera si nosotros mismos la ignoramos o no la valoramos en su justa medida? Algunas de
nuestras crónicas de Indias, editadas en libros atractivos, vertidas
al castellano moderno y adaptadas para niños serían mejores cuentos
de fantasía y aventuras que otras muchas simplezas que circulan en
el mercado editorial.
Estebanillo
González es una novela picaresca de 1646: dos datos, el de su género y cronología, que inspirarán tal vez rechazo a quienes
padecieron los exámenes y lecturas obligatorias del Siglo de Oro en las clases de Bachillerato. Sin embargo, los aficionados al género de
viajes deberían interesarse por las andanzas de este pícaro que
recorre los caminos de Europa, desde Portugal a Lituania, durante la
Guerra de los Treinta Años.
También
don Quijote se echó a los caminos en busca de aventuras. Pero si la
Mancha, Aragón y Cataluña nos parecen países poco exóticos, quizá
nos soprendería el mundo de Persiles con sus islas heladas,
esquiadores nórdicos, licantropías y magia. ¿Qué lector español
asocia a Cervantes con tan fantásticos sucesos? Extraída del
Quijote, la historia del cautivo merecería figurar en cualquier
colección de clásicos de la narrativa de aventuras.
Son
solo algunos ejemplos, anteriores al siglo XVIII, de obras que
demuestran la existencia de una gran literatura de viajes en lengua
castellana. Probablemente habría que hacer un esfuerzo de divulgación
adaptando estos textos de modo que resulten asequibles para los lectores
contemporáneos. Si los científicos de Atapuerca fueron capaces de
popularizar la Antropología publicando reportajes, cómics y
álbumes dirigidos a todos los públicos, no sé a qué vienen tantos remilgos y purismos por el lado
de la Filología.
Que Moby Dick sea un referente de la
literatura juvenil en los catálogos de cualquier editorial española es un buen
ejemplo de lo que podría esperarse de otras novelas vernáculas menos celebradas. Porque en versión íntegra, con su gran extensión y
complejidad temática, la historia de la ballena blanca sería tan
incomprensible como un jeroglífico egipcio para los niños y para muchos
adultos. Ello no impide, sin embargo, que se haya convertido en un icono
universal. La novela de Herman
Melville se lo merece, sin duda. Pero, ¿para cuándo una colección
de clásicos hispánicos de viajes y aventuras?
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