Edward Hopper, Sunday, 1926 |
Tengo
la suerte de vivir en un lugar fronterizo. Cada vez que salgo de
paseo, me basta cruzar un puente, pasar de una a otra orilla del río,
para arribar a un país distinto. Si la niebla flota sobre la
superficie del agua, anegando las vegas y los campos circundantes, deambulo, perplejo, sin saber en qué lado de la raya estoy. Bajo
un cielo azul, todo el valle resplandece con idéntico verdor.
En
todo pueblo fronterizo que se precie, hay una avenida de la Paz, la
Concordia o de cualquier otra denominación bienintencionada que consigne la
amistad entre los pueblos. Esta calle es la que nos lleva hasta la
aduana, si no hasta una alambrada de espino y un puesto de policías
armados con ametralladoras. En la milla de oro internacional, los
escaparates del comercio exhiben los productos más solicitados por
los clientes del país vecino, pues por mucho que se globalice la
economía, siempre habrá especialidades nacionales o artículos que,
por la diferencia de precio, sea más ventajoso adquirir en un estado
u otro.
A
ambos lados del puente ondean las estrellas de la Unión Europea. Ya
no hay que mostrar el pasaporte ni ser revisados de arriba a
abajo por severos guardianes de la soberanía territorial. Los
paseantes cruzamos la frontera como Pedro por su casa: incluso la
moneda es la misma. No obstante, lo que se gana en comodidad se pierde en
romanticismo. Antes, pasar el control policial tenía un no sé qué
de aventura, te hacía sentir un clandestino a quien podían detener
o deportar por cualquier nimiedad. Toda frontera era una réplica del
muro de Berlín; en inofensivo, ciertamente, y sin la crueldad
redoblada de los muros actuales.
Los
pueblos rivales, en el sentido etimológico de ribereños,
se sitúan en alto, fortificados, en formidables posiciones
defensivas, lo que indica bien a las claras que la frontera no fue
tan amistosa y tenue en tiempos antiguos. Un río, como una cadena de
montañas, es un buen lugar para trazar una linde entre
países. Esto hay que reconocérselo a los padres de las patrias, que
custodian mapas y tratados en despachos lejanos. Las villas
enfrentadas se otean a una prudente distancia, y en caso de conflicto
bélico, sendas baterías de artillería emplazadas en la fortaleza española, por un lado; y en la portuguesa, por otro, arreglarían el
asunto con unos cuantos cañonazos.
A
los viajeros, turistas o trotamundos nos encanta cruzar fronteras,
acumular sellos de pasaporte y anotar en el cuaderno de bitácora las
impresiones que nos sugieren los lugares visitados. Con frecuencia,
estas impresiones son las primeras y las últimas. Quizá el mundo,
allá fuera, no sea tan extraño como suponíamos, pero la gracia del
viaje consiste en ser nosotros los extraños y observarlo desde la
extrañeza. Sin embargo, para los que pasamos a diario la raya
fronteriza, un lunes o un martes cualquiera, mientras nuestros
vecinos se afanan en sus labores cotidianas y la vida transcurre igual
para el común de los mortales, nada hay de pintoresco. Estamos a tan solo
un kilómetro de casa. Solo en pequeños detalles, como los uniformes
de la policía, las banderas del ayuntamiento o los rótulos de las
calles se aprecia la diversidad.
Las
fronteras entre estados pueden coincidir o no con fronteras
lingüísticas. Nosotros, al otro lado del puente, escuchamos los
gritos de los adolescentes que salen del Liceo y la charla de los
mayores en los bancos del parque en
un idioma que no es el nuestro, pero que se le parece mucho y
entendemos casi sin dificultad. Aunque
entendamos a los nativos del país y estos nos entiendan a nosotros,
el idioma es lo único que nos delata como extranjeros. Si hubiera algún motivo de discordia entre las
dos naciones amigas,
tendrían que hacernos hablar para averiguar nuestra nacionalidad,
salvo que se fijaran en la matrícula del
coche. No es necesario que haya un muro
de ininteligibilidad
para para que exista
una frontera lingüística. Dentro del
propio país,
también la dicción o el
vocabulario
pueden delatarnos
como forasteros.
Si caminamos silenciosos por la alameda, pasaremos perfectamente
desapercibidos, pero en cuanto
alguien nos pregunte la hora, averiguará
de inmediato
la letra de nuestro pasaporte.
Apunta
Heródoto en su Historia que las partes extremas del mundo son las
más hermosas y que contienen lo más extraño, aunque, con buen
juicio, duda de la existencia de los hombres de un solo ojo que roban
el oro a los grifos en las regiones hiperbóreas. Los países de nuestro entorno, en
cambio, se benefician de un clima más agradable y condiciones
propicias para la civilización. Nuestros vecinos, a los que se nos
atragantaría llamar extranjeros, no pertenecen en absoluto a la
estirpe de los trogloditas, que devoran serpientes y chillan como los
murciélagos; o los atarantes, los únicos hombres que no tienen
nombre. Son
gente discreta, de la que solo nos separa el azar de haber nacido a medio kilómetro de distancia, a uno u otro lado de la raya.
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