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Montaña oriental de León |
¡Hurra,
el corredor de fondo
ha corrido veintiún kilómetros campo a través! Se merece un
aplauso o, por lo menos, un trago para recobrar fuerzas. En toda la
travesía no hubo que consignar ningún percance desagradable. Un
perro pastor alemán le ladró, pero no le mordió, en la puerta de
un almacén de obras. Ascendió por la ladera de una montaña -25 % de
pendiente- a las mismas pulsaciones desenfrenadas que un enamorado en
una cita de amor. Cuando le apremiaba la sed, encontró un caño al
borde del camino. Vio a otro corredor y se propuso alcanzarlo como el galgo que persigue a la liebre: misión cumplida, le adelantó y saludó con exquisita deportividad. Cruzó un paisaje
hermoso sin que el agotamiento le nublara la vista. En el patio de
una escuela rural, unos niños le jalearon como si fuera
Gebreshelassie; y, en efecto, la sonrisa de la bella maestra le hizo
correr, o más bien volar, como si fuera Gebreshelassie. Cierta molestia en los gemelos
se quedó en simple molestia. Pasó junto a la tapia de un cementerio
a toda prisa, como huyendo de algo o de alguien: tal vez, de la
quietud de los muertos. Al llegar a la meta, con valiente
determinación, los músculos se sometieron a la tortura del potro.
Luego se apresuró a ducharse y ponderar las kilocalorías consumidas ante el espejo. Mientras se duchaba oyó en la radio una noticia de
veras inquietante. Según un estudio del New England Journal of
Medicine, es probable que un altísimo porcentaje de mortales
muramos de un cáncer o, si no, de un infarto. Le entraron ganas de
salir corriendo y no parar... y no parar... y no parar nunca jamás. ¿Para
qué le servía una victoria como la de Filípides el ateniense?
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