Durante algún tiempo
me negué a leer las obras de Knut Hamsum porque sabía que el autor
noruego había simpatizado con los nazis. Sin embargo, me atraían
sus vagabundos y sus bosques, como a cualquier persona que ama la
literatura con raíces en la tierra. Hoy, leyendo los diarios del teniente
Thomas Glahn, recuerdo con nostalgia los paisajes de Noruega, que
recorrí cuando era joven, desde Oslo a Alta con un desvío a las
islas Lofoten. Knut Hamsum, en su cabaña del yermo, despreciaba a los negros, apoyaba a los
boers, admiraba a Hitler y profesaba, al parecer, un
nacionalismo pangermánico.
También mi devoción
antigua a Pío Baroja se enfrió por repugnancia a sus desvaríos
racistas, sin que nunca dejara de admirar su estilo y su atmósfera:
los solitarios errantes, las brumas del norte y la expresión sobria.
Una vez visité Bera y merodeé por los alrededores del caserío de
Itzea. En el idílico valle, con ocasión de las fiestas, colgaban
banderas patrióticas de los balcones, retratos de los héroes
locales, y se percibía el orgullo de una identidad ancestral y
telúrica.
Hay individuos que creen
en los celtas, en los robles y en las vacas lecheras como artículos
de fe de una religión nacional. O que ven en los picos escarpados de
una cordillera la espina dorsal de la patria. De ahí a postular la
existencia de una raza robusta y noble, que habita el mejor de los
mundos posibles, y de unos bárbaros que amenazan el paraíso, solo
hace falta un poco de poesía con raíces en la tierra.
Comentarios
Publicar un comentario