Edvard Munch, El beso IV, 1902 |
¿En
qué buhardilla tenía su gabinete el astrólogo del Diablo cojuelo?
El
demonio escapado de la redoma anda
suelto por
los tejados de Madrid. ¿Será
él quien tañe la
música nocturna de Luigi Boccherini, mientras
nos descubre las
más notables figuras de este teatro del mundo, en cuya variedad está
su hermosura?
En
un bar
de la Costanilla de los Desamparados, una mujer derrama sus pechos en
la
taza de
café. Un pintor expresionista representa con pincelada de maníaco el
rojo violento del carmín de sus labios y las
cuencas lívidas de los ojos.
Tras la vidriera empañada, en la calle iluminada por neones, un
hombre camina en la niebla.
En
otra
esquina
un individuo se deja vencer por la melancolía o el aburrimiento con
la cabeza apoyada en la palma de la mano y el codo hincado
en la mesa. Hay
un periódico abierto por la página de sucesos, en
la que
se desmenuzan los crímenes pasionales y
la muerte de un
tipo
atormentado
por
fantasmas de mujeres que se sueltan el pelo al hacer el amor.
Hay
también una joven vestida de rojo y otra de blanco. No se les ve la
cara porque acaban de revelarse un secreto, y al
principio se quedaron boquiabiertas, luego emitieron un grito o
gemido y, por último, se pusieron pálidas y se les despintó el
maquillaje.
En
cuanto a la pareja que
se besa, es
mejor no despertarlos. Si se han quedado dormidos, deben de estar
soñando en
un torbellino o una nebulosa.
Cuando se despierten, los
labios dirán lo que tengan que decir.
La
camarera, en vez de lavar los
vasos,
se lava las axilas en el fregadero. Si alguien
quiere
pedir una bebida, tiene que pedírsela de rodillas... y
apurar
el cáliz con unción.
La
lluvia se ha convertido en nieve. Pasa un cortejo fúnebre. Los
hombres de luto se detienen ante las vidrieras del café y calcan en
el vaho de los cristales sus semblantes cadavéricos.
El
único adorno de la cafetería es el cuadro de un bosque. Cierta
profesora de literatura ha pedido un té con pastas y mientras sorbe
la infusión
prepara un comentario sobre la leyenda del monte de las ánimas. Si
se le pierde un pañuelo, un anillo, un pendiente, un dedal o un rizo
en el bosque encantado, su admirador secreto, sentado en la mesa de
enfrente, irá a quitárselo de las manos a los esqueletos de los
caballeros templarios.
La
nevada arrecia. En el portal agoniza
un mendigo ciego. La
mujer de
pechos complacientes
le ofrece una taza de café con restos
de carmín y ceniza en los que puede
leerse
el
futuro.
Edvard Munch, Mujer vampiro, 1916-1918 |
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