Leo el viaje a Oriente
de Vicente Blasco Ibáñez, que ofrece, por cierto, una visión poco
halagüeña de los armenios. Atizo la lumbre. No amaina el temporal.
Salgo al camino. Recuerdo los versos de Neruda: Acogedora como un
viejo camino. Te pueblan ecos y voces nostálgicas. El camino,
encharcado y cubierto de barro, ¿a dónde nos llevará? Cruza el
bosque misterioso que estudió Vladimir Propp en Las raíces
históricas del cuento y sigue el rumbo de Levante. Turquía, qué
buen destino. Yo también viajé allí, hace muchos años, en
autobuses que cruzaban la nieve de repúblicas populares y en
expresos nocturnos. Se vuelve la vista atrás. El mal tiempo borra
las huellas y el camino. Lo que queda es un vano fantasma de
niebla y luz, como diría
Bécquer, que nos figuramos fascinados por las tinieblas del
hayedo, el chisporroteo de la lumbre en el hogar y el libro de viajes de Vicente
Blasco Ibáñez. En cuanto acabe la lectura y pase la tempestad,
habré sido Otro.
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