Sergei Mikhailovich Prokudin-Gorskii, Jewish Boys and Teacher, 1911 |
En
el pecio titulado ¡Fuera papás!, que
trata
del
papel de los padres
en la escuela pública,
clama Rafael Sánchez Ferlosio contra el indecente y traicionero
contubernio entre papás y profesores por encima de las cabezas de
los niños y alega que el que los escolares se enfrenten a
solas con la institución es una exigencia capital de la socialidad.
Tal alianza o liga
vituperable, que es como el DRAE define contubernio en su
tercera acepción, parece consistir en un vínculo equiparable al que se
establece entre vendedores de un servicio y clientes en las
transacciones comerciales, siendo los beneficiarios del servicio los
menores de edad y sus padres, los apoderados. La escuela de hoy se
ofrece a las familias a manera de “Plan personalizado” o de
“Especialistas en ti”, observa
con acierto Sánchez Ferlosio; pues
las familias no solo velan por que se cumpla el servicio contratado,
como haría cualquier
asociación de consumidores, sino por que se cumpla a su gusto, como
cuando vamos a la peluquería y damos instrucciones al peluquero
sobre el estilo de corte de
pelo o peinado que
consideramos mejor para
favorecer nuestra imagen.
Argumentan
algunos padres que los alumnos no se atreven a reclamar sus derechos
por temor a las represalias de los profesores, que pueden coger manía
a las criaturas si, por ejemplo, reclaman la calificación de un
examen. De ahí que tengan que intervenir ellos o,
por vía corporativa,
recurrir a la asociación de madres y padres. Si bien es cierto que
en casos extremos de iniquidad, estas y otras medidas más severas
son necesarias, la mayoría de las
veces lo único que se
consigue es privar
a los adolescentes de la
educación para la ciudadanía
que supone reivindicar y
ejercer sus derechos con
autonomía y seriedad. Digámoslo
claro: la intromisión
paterna en la escuela, cuando no busca la cooperación para resolver
problemas, solo sirve para fomentar la irresponsabilidad, el
individualismo y el incivismo de los alumnos.
Cuando yo estudié el Curso
de Adaptación
Pedagógica,
imprescindible para el acceso a la docencia, teníamos tres
asignaturas: Psicología de la Educación, Sociología de la
Educación y Didáctica de la Lengua y Literatura. Los padres, en sus denuestos
a los profesores, esgrimen
deficiencias didácticas en los
métodos o criterios de evaluación e
ignorancia de cuestiones
psicopedagógicas fundamentales, pero nadie parece acordarse de la Sociología de Educación:
sin embargo,
cualquier trabajador de la enseñanza sabe que la inmensa mayoría
de los conflictos son de socialización y trascienden a menudo del estricto ámbito escolar, sobre el que se quiere
cargar cínicamente todas las responsabilidades.
En
el proceso de aniquilación la sociedad civil, continúa Sánchez
Ferlosio, solo queda el Estado, y dentro de él, la Escuela publica,
como garante de la socialidad. Pues
ya ni siquiera eso.
Incluso al
propio Estado parece que se
le
quitaría un peso de encima si pudiera devolver la enseñanza a las
órdenes religiosas o
entregársela
a las empresas del sector
privado. “¡Yo, por mi
hijo, soy capaz de cualquier cosa!”, oíd que clama una madre a
cuyo hijo (¡su hijo!) los profesores (¡los profesores!) acusan de
cualquier fechoría o reprueban en alguna materia. Cualquier cosa significa:
desautorizar a un equipo de diez o doce profesionales, calumniar
a la institución educativa divulgando mentiras, recurrir a la
asociación de madres y padres para que se implique en la campaña de
descrédito de la escuela. Y lo que es peor: convertir a su niño en
un adalid de la sacrosanta individualidad frente a las asechanzas,
insidias e imposiciones de la instrucción pública.
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