En
lo alto de una loma cubierta de matorrales, en la Montaña Oriental
de León, vi una vez un lobo. Aunque
quizá no debiera presumir de haber visto un lobo, y eso que lo tuve
a escasos metros de distancia. Como mucho, era un lobezno en sus
primeras semanas de existencia, que quizá acabara de abandonar el cubil y estuviera explorando el
territorio. No se trataba de uno de esos lobos corpulentos, de
aspecto pavoroso, que aúllan en los bosques de coníferas del Gran
Norte, sino de un individuo más bien famélico, desgarbado, de
pelambre pardusca tirando a colorada y comportamiento huidizo, que se
limitó a mirarme con asombro, mostrarme los cuartos traseros y
desaparecer en la maraña del monte bajo.
Yo había
subido a correr a las lomas, así que, a diferencia de otras veces, no iba
equipado de prismáticos ni había tomado ninguna cautela para
sorprender a los corzos, a los venados o jabalíes. Al principio
pensé que se trataría de un perro, pero la mayoría de los perros
que campan por esas montañas son mastines y están allí,
precisamente, para proteger a las ovejas de los ataques de los lobos,
llevando como defensa contra sus dentelladas carlanca al pescuezo,
que es un collar erizado de puntas de hierro. Son animales
grandullones pero inofensivos, que ladran a todo ladrar a los
caminantes. Mi lobezno, en cambio, no se lanzó contra el intruso ni
lo ladró y, desde luego, sería incapaz de asustar a nadie.
Continué
mi carrera algo molesto porque, después de tanto andar por el monte,
mi primer encuentro con un lobo hubiera sido tan anodino. Había
leído historias de personas que perdían la voz para siempre o a las
que, horrorizadas, el pelo se les ponía blanco, envejeciendo de
pronto por la visión de la bestia. Conocía cuentos, romances y
habladurías de ataques de lobos, pero entonces no me había informado
de datos como las decenas de niños muertos en la India en los años
80 o el caso de un estudiante de Geología que apareció parcialmente
devorado en los bosques de Saskatchewan.
Mi
inquina contra el insignificante ejemplar se trocó, sin embargo, en
temeroso respeto cuando pensé en que quizá la madre merodearía
por los alrededores, dispuesta a proteger a su cría de cualquier
peligro, incluso aunque procediera de un ser humano. ¿Quién no ha
escuchado el triste romance de la loba patituerta, cana y parda,
que tenía los comillos como punta de navaja?
Y me acordé de que en otra ocasión, en aquel mismo sitio,
bajo una nevada tardía, los técnicos que volvían de reparar una
antena situada en lo alto del cerro me habían advertido de la
presencia de lobos y me habían indicado el lugar en que yacía una
oveja despanzurrada, con las entrañas diseminadas en un charco de
sangre.
Mi
amistad con los lobos literarios cedió paso a la desconfianza y mi
vigor de corredor de fondo se redobló con ímpetus de velocista. Me
alejé, en fin, a buen paso del lugar de los hechos, batiendo todas
mis marcas de maratón de montaña, cantando a viva voz habaneras para asegurarme de
que no me había quedado mudo y mesándome el escaso cabello, que ya
me imaginaba teñido de palidez mortal.
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