Costa de Oia, Pontevedra |
Mar
gruesa o muy gruesa, con olas de hasta seis metros de altura.
Chubascos que por momentos se convierten en pedrisco. Las peñas con
grabados rupestres han desaparecido en la niebla. También los
caballos salvajes. Un letrero, en la pared del monasterio en ruinas,
dice: Si quiere visitar la iglesia, pregunte en el estanco.
Las tristes plantaciones de eucaliptos acompañan el trazado de la
carretera.
En
una de las casas que miran a los prados y escarpes de la costa, hay
un ventanuco iluminado. Una anciana fisgonea a la gente que se acerca
a contemplar la mar embravecida. Tanta expectación solo puede ser
augurio de lúgubres noticias. Muchos barcos han embarrancado y se
han ido a pique entre los escollos de este tramo agreste de litoral.
Cuando
los visitantes hayan fotografiado la tempestad, entrarán a tomar un
café caliente en el mesón de la aldea. Arde la lumbre en el lar. La
sangre, al fin, circulará por las manos entumecidas. Los escasos
clientes oyen chisporrotear el fuego en silencio. Son: un empleado de
la funeraria, un pescador, la viuda de un contrabandista y una
maestra jubilada, además de algunos forasteros. La camarera tiene un
libro sobre la barra, que lee en los ratos libres. La camarera se
limpia las manos en el mandilón antes de abrir el libro por la noche
trescientas dos de Las mil y una noches: Fuimos de isla en
isla y de una tierra a otra, vendiendo y comprando y logrando muy
apreciables beneficios, hasta que un día en plena mar el capitán
hizo arrojar el ancla y nos gritó: “¡Estamos perdidos sin
remedio!” Y de pronto un terrible golpe de viento levantó toda la
mar, que se precipitó sobre la embarcación, la quebrantó en todas
sus partes y arrebató a los pasajeros, comprendidos el capitán, los
marinos y yo mismo. Y de pronto, todo el mundo se anegó y yo
también. Pero gracias a la misericordia divina, pude hallar en el
abismo una tabla del buque, a la que me pegué con pies y manos y
sobre la cual fui zarandeado durante media jornada, con algunos otros
mercaderes que pudieron adherirse conmigo. Entonces, a fuerza de
remar con pies y manos, acabamos, ayudados por el viento y la
corriente, por ser arrojados como restos, muertos ya de frío y de
espanto, sobre la costa de una isla.
En la televisión transmiten imágenes del temporal: malecones asediados, locales anegados, ríos desbordados... y una ola traidora que roba a un niño de los brazos de su madre. Después vienen las noticias del fútbol, que animan la conversación del pescador y el empleado de la funeraria. Las mujeres, en cambio, prosiguen su retahíla de recuerdos y susurran nombres de seres queridos que ya solo son fantasmas.
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