Un buen alumno




Al alumno de Secundaria Mauricio K se le daban bien los estudios, que sacaba adelante sin demasiados esfuerzos. Los libros no le quitaban tiempo ni energía para ejercer de líder entre sus compañeros. Si en la pandilla de amigos era el que llevaba la voz cantante, entre las chicas provocaba el revuelo de un don Juan, seguramente por su amena conversación y agraciado porte de figurín, aunque un tanto escuálido e imberbe.

La mayoría de los profesores le pasaba por alto ciertas impertinencias pues, a la hora de la verdad, que es la de los exámenes, obtenía las mejores calificaciones. Sin embargo, su comportamiento en la clase dejaba mucho que desear. Se le había cambiado de sitio y relegado a la esquina de los muchachos tímidos y taciturnos con la esperanza de que, aislado de sus compinches, permaneciera en silencio. Pero ni por esas. Allá donde fuera, siempre tenía algo que enredar, y si no hallaba respuesta del vecino -un individuo imperturbable, de naturaleza casi berroqueña, pongamos por caso-, la tomaba con él, se burlaba y le hacía las horas de clase imposibles. Por descontado, también hallaba la forma de comunicarse o interaccionar con los camaradas revoltosos de la otra punta del aula. Esta conducta inadecuada le costaba continuas amonestaciones, sobre todo de los profesores más quisquillosos en materia de disciplina.

Los padres habían sido convocados por la tutora y el jefe de estudios en numerosas ocasiones. Estos eran unos padres implicados en la educación de su hijo, que entreveraban sus alegatos con sustanciosas nociones de pedagogía y legislación escolar. Partiendo de los hechos positivos, unos resultados sobresalientes en todas las asignaturas, achacaban las faltas de comportamiento del adolescente áureo a la crisis de la edad (¿quién no ha sido revoltoso a los quince años?) y a que los profesores, con sus métodos anticuados, no supieran motivar a su hijo, por lo que este se aburría en clase y reaccionaba de forma negativa. Respecto a lo primero, aconsejaban paciencia y profesionalidad a los docentes; en cuanto a lo segundo, desconfiaban de la capacidad de adaptación a los tiempos (tiempos de internet, redes sociales, etc.) de la escuela pública. Su hijo, en definitiva, cumplía con los estudios, como era su obligación, y esto zanjaba cualquier disputa.

Con el salvoconducto de los padres, Mauricio K siguió pasándoselo estupendamente en clase. En su grupo había una alumna marroquí que apenas se defendía con el idioma, pero ningún profesor encontraba tiempo para ayudarla en las tareas... ¡oh, escándalo!: todo el esfuerzo se lo consumían las gracias de Mauricio K y su cortejo de bufones. Había también una alumna con el síndrome de Asperger, pero, ¿quién podía dedicarle la atención que le correspondía?: todas las atenciones iban a Mauricio K y su cortejo de bufones. Había, en fin, una alumna disléxica, cuya dificultad en la lectura no recibía ningún tratamiento: en la clase solo se trataban las dificultades provocadas por Mauricio K y su cortejo de bufones.

Acostumbrado a las notas superiores a 9, Mauricio K se llevó un disgusto fenomenal cuando le pusieron un 8,5 en no recuerdo qué asignatura. Los padres se presentaron de inmediato en el Instituto y solicitaron sendas entrevistas con la tutora y el jefe de estudios. Ante la sospecha de que unos profesores se taparan a otros y nadie quisiera desautorizar a un colega, llevaron el caso a la inspección educativa. La reclamación surtió efecto, pues los criterios de evaluación del departamento didáctico afectado no contemplaban imponderables como la falta de ética en el proceso de aprendizaje.

Mauricio K dejó el instituto con el título de bachillerato en la mochila. Su compañera marroquí, la que no entendía bien el idioma, se quedó por el camino... y los padres no se enteraron. Lo mismo le sucedió a la chica con síndrome de Asperger... y los padres se resignaron. También fracasó la alumna disléxica... y los padres echaron la culpa a la ineptitud de los profesores.


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