El libro más ameno es el que se lee debajo de un árbol. El árbol puede ser un roble, un pino, una encina o cualquier otra planta de tronco leñoso y elevado que se ramifica a cierta altura del suelo. El clima y la naturaleza del terreno determinarán la especie de árbol que acoja al lector. Para que la lectura constituya una experiencia placentera, el calor ha de ser tan intenso que apetezca la sombra en vez del sol. El suelo será llano y herboso, sin protuberancias que lastimen las posaderas de la persona que aspira al goce intelectual. En cuanto a la hora propicia, se tendrá en cuenta el desplazamiento del sol de este a oeste y, por consiguiente, el de la sombra de los objetos, así que el lector realizará los cálculos astronómicos oportunos para evitarse engorrosas maniobras posteriores. Las tardes de verano, cuando decrece el calor del día, son idóneas para echarse al monte con un libro en la mochila, excepto en las tierras altas y montañosas donde refresca intempestivamente.
No
todos los aficionados a las bellas letras son aptos para la lectura
al aire libre. La dureza del suelo, las irregularidades del respaldo
y, en definitiva, lo incómodo de la posición hacen desaconsejable
su práctica a individuos de naturaleza endeble. Tampoco se
recomienda a quienes detestan o temen a los bichos. Los bichos que
irremediablemente incordiarán al lector son de tres clases
fundamentales: aéreos, arborícolas y terrestres. Los aéreos se
componen de moscas, moscardones, avispas, abejas y demás insectos
alados, con o sin aguijón punzante. Incluso aunque no transmitan
agentes patógenos, como las moscas tse-tse, constituyen un estorbo
objetivo que impide el efecto catártico de la literatura de manera
más contundente que las técnicas de extrañamiento del teatro
dialéctico. Los arborícolas son esa marabunta de criaturas que
ascienden por el tronco en que el lector apoya incauto su espinazo,
ajeno al riesgo de que algunas de ellas, con instintos exploratorios,
se internen por el hueco de la camisa y jueguen a trazar grafías
misteriosas en la página en blanco de la espalda. En el reino
superior de las ramas viven los pájaros, que no suponen ninguna
molestia, excepto cuando arrojan sus deposiciones sobre la cabeza o
el libro del lector, para evitar lo cual se recomienda el uso de
gorra y llevar al campo ediciones de bolsillo baratas que, en caso
de ensuciarse, se puedan reponer con gasto exiguo. Los bichos
terrestres, como hormigas, gusanos, arañas y escarabajos, no
difieren en gran cosa de los arborícolas, si bien poseen la
peculiaridad de que realizan sus fechorías en las piernas y trasero
del lector o lectora. Hay bichos terrestres de categoría superior,
que son capaces de arruinar la mejor trama narrativa. Me refiero a
los ofidios; vulgo, serpientes. El distraído lector no nota la
aproximación taimada de la víbora entre los yerbajos y arbustos
hasta que la tenga enroscada en los tobillos. Entonces ya será tarde
porque, hincándole sus colmillos filudos, le inyectará un veneno
mortal. Bien es cierto que la muerte de lectores subarbóreos por
ataques de serpientes constituye una excepción literaria, de modo
que no debemos caer en un pánico injustificado. Más daños se
documentan como consecuencia del veneno que transmiten los propios
libros, dándose el caso de lectores que han enloquecido e incluso
han llegado a suicidarse sin que ningún antídoto fuera capaz de
remediarlos.
Los lectores que hallándose en perfecta forma física y disposición
moral estén dispuestos a disfrutar del placer de leer bajo un árbol,
una tarde de verano, con el horizonte orlado de sonrosados arreboles
y un coro de oscuras golondrinas piando sobre su cabeza, susurrarán
con fervor de devotos los fragmentos más elocuentes y significativos
del libro que se traigan entre manos, ya fuere aquello de: En un
lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...; o Call
me Ishmael. Some years ago- never mind how long precisely- having
little or no money in my purse, and nothing particular to interest me
on shore...; o lasciate ogni speranza, voi ch'entrate...