Francisco Javier Parcerisa, Santuario de Alarcos, 1853 |
Cuando
estuve en los montes de Cabañeros, me acordé mucho de don Quijote.
Fue unos día de invierno. Llovía constantemente. Si paraba de
llover por momentos, era para dar paso a la nieve o al soplo de la
ventisca. Yo me figuro el país de don Quijote así: selvático y
misterioso, como los reinos de la caballería andante. O, sin salir
de Cervantes, como los paisajes bucólicos de La Galatea y los
septentrionales de Persiles. Aquella semana de febrero, en la
región occidental de la Mancha, el agua anegaba los campos y las
bandos de grullas establecían sus cuarteles en dehesas, humedales
y lagunas tras un vuelo mítico desde los cielos de Thule.
Desde
Horcajo de los Montes fui a ver las ruinas del castillo de Alarcos,
situado en un cerro sobre el valle del Guadiana. En Alarcos, los
almohades capitaneados por Abū Ya'qūb Yūsuf al-Mansūr derrotaron
al ejército cristiano que mandaba Alfonso VIII de Castilla.
Numerosas batallas, incluidas las del vivir cotidiano, se libraron en
el cerro de Alarcos desde la Edad del Bronce, según testimonios
arqueológicos. Hubo en el período ibérico una ciudadela oretana;
y en el Medievo, como dijimos antes, una fortaleza que se disputaron
los guerreros del norte y del sur. Tras la victoria de las huestes
hispanas en las Navas de Tolosa, se construyó una ermita gótica,
que parece románica por su sencillez y recogimiento. Yo me imagino
al verdadero autor del Quijote, Cide Hamete Benengeli, subiendo en
cabalgadura hasta estas piedras que pueblan legiones de gigantes y
magos encantadores.
Desde
el otero se divisa el Campo de Calatrava: la llanura que el
imaginario tradicional asocia con don Quijote, y la bobería
nacional, con el alma de Castilla. El verdor de la campiña, los
montes huecos de encinas y las nieblas de invierno matizaban, sin
embargo, el tópico manchego hasta hacerlo irreconocible. Me dicen
que en verano es distinto: que los campos agonizan bajo un sol de
justicia y que es entonces cuando los sesos de los caballeros
aventureros se derriten y se vislumbran espejismos en los caminos
polvorientos. Además don Quijote partió de sus aldea una mañana,
antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio.
Así que hubo de sufrir los rigores de la canícula, al menos en su
primera salida. Por lo que respecta a los siguientes viajes, que lo
llevaron hasta Aragón y Cataluña, ignoro cuántas noches durmió al
raso el de la Triste Figura y en qué parajes. Pero debió de
soportar toda clase de meteoros y atravesar territorios muy distintos
de su Mancha natal, como el Alto Tajo, la ribera del Ebro y las
sierras catalanas donde galopaba el bandolero Roque Guinart.
Almagro |
En
mi viaje por Castilla-La Mancha visito también Almagro. Es día de
Carnaval, pero, debido al mal tiempo, se ha suspendido el desfile y
no saldrán a las calles figurantes como los que alborotaron a don
Quijote y espantaron a Sancho en su encuentro con la Carreta de las
Cortes de la Muerte. Yo me refugio en un mesón. En el mesón arde
una lumbre que reconforta al vagabundo y le inspira vagas
melancolías. De las vigas ennegrecidas de madera cuelgan rústicos
trebejos, ristras de ajos y matas de albahaca. Aunque reina una
penumbra de cueva, un hombre lee solitario en una mesa próxima al
hogar. En otro tiempo, una muchedumbre de caminantes, arrieros y
pícaros se hubiera congregado en torno al libro y el lector. El
hombre de rostro aguileño, alegres ojos y nariz corva ha de ser un
Cervantes revivido. A este Cervantes anónimo le atiende una camarera
rumana o, tal vez, una princesa encantada de Transilvania, cuya
hermosura le distrae de las páginas repletas de caballeros leales,
pastores enamorados y alguna que otra dama cristiana raptada por un
rey moro. La moza le sirve el contundente yantar, que consiste en
huevos fritos con torreznos.
Luego
he averiguado que Cervantes no era Cervantes. Cuando ha pagado el
almuerzo y se ha levantado de la mesa, la Dulcinea rumana me ha dicho
que el forastero es en realidad un inglés, estudioso de las aves, un
ornitólogo que recorre Castilla fotografiando pájaros. También me
ha contado que ella fue maestra infantil en Timisoara. Yo le he
preguntado por los molinos de viento, que todo turista en la Mancha
quiere conocer. Y en la puerta del mesón, adonde ha salido para
indicarme el camino, me señala una carretera que se pierde en la
niebla. Sé que me esperan en la niebla tantas sierpes, tantos
endriagos, tantos gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto género
de encantamientos, tantas batallas, tantos desaforados encuentros...
que nunca saldré de la Mancha.