Nosotros introduciríamos en la escuela, como parte principal del currículo, los trabajos para la comunidad.
Todos los días lectivos, durante al menos una hora, los
alumnos realizarían en el instituto y en su entorno trabajos de
albañilería, jardinería, fontanería, cocina y demás, con el
objeto de adquirir una formación básica en esos oficios, contribuir
al bien común y educarse en los valores de colectividad.
Obviamente tales aprendizajes merecerán la misma consideración
pedagógica que los de ciencias, letras y artes, así que su nota
contará tanto como la de cualquier asignatura.
Algunos padres que no pueden ayudar a sus hijos en los deberes de
inglés o matemáticas tendrán ocasión de ayudarlos en las
lecciones sobre instalación de grifos o enchufes, con lo que tal vez
mejoren la autoestima y los resultados académicos de estos jóvenes,
normalmente de extracción social baja.
El profesorado empuñará también las herramientas, demostrando
mediante el ejemplo que no son incompatibles con los libros.
Quizá algunas asociaciones de padres se opongan a los trabajos para
la comunidad por juzgarlos humillantes para sus hijos. Y habrá
docentes y pedagogos que pongan el grito en el cielo.
En los sucesivos retoques y contrarretoques de la ley educativa,
según gobierne un partido de turno u otro, no figuran por ningún
lado los trabajos para la comunidad. Seguramente es que no son
necesarios y se desestiman como una antigualla pedagógica. Los
propios alumnos lo tienen bien claro cuando se les recrimina por
tirar papeles en el suelo: “¿Qué pasa? -se insolentan cargados de razón- ¿No pagamos a las
limpiadoras para que limpien?”