Tras las huellas del oso




A pesar del frío y la ventisca que asolaban el alto Cea, estaba empeñado en salir al monte. Es en esos días grises de temporal, en los que a la mayoría de las personas razonables les apetece quedarse en el sofá de casa viendo la televisión, cuando yo prefiero los yermos y matorrales.
Crucé en coche el puente de Morgovejo; me detuve a mirar si venía algún vehículo por abajo y por arriba, y, efectuada la comprobación, giré a la derecha en dirección al puerto del Pando.
Dejé atrás algunas casas dispersas, el balneario en ruinas y prados en los que el agua encharcada, la niebla y la tierra negruzca formaban un cuadro siniestro.
Al atravesar el desfiladero de las Conjas, la luz cenicienta de la tarde se apagó hasta casi consumirse. Caían cascadas por las peñas, la nieve se acumulaba en las canales. Reduje la marcha y contemplé con aprensión el curso turbulento del río.
Más arriba se abre el valle. Unos caballos pastaban junto a la carretera. Tras una recta de cerca de dos kilómetros está Prioro, y allí se veían coches aparcados en las puertas de los bares y chimeneas que despedían espirales de humo, pero a nadie paseando por las calles desiertas.
La subida del Pando comienza en el propio pueblo. En general, las pendientes son suaves, pues el trazado de la carretera se amolda a las curvas de nivel. El Cea mana en la vertiente meridional, y hay un sinfín de vallejas recónditas y boscosas donde nacen los arroyos más agrestes.
En cualquier puerto se presiente la cercanía de la cumbre. La vegetación ralea, el viento levanta remolinos de nieve y tras los últimos repechos se divisan más y más montañas. En lo alto del Pando solo había sitio para dos o tres coches en un apartadero despejado por las máquinas quitanieves. Como no había ningún otro coche, estacioné el mío de modo que las ruedas traseras quedaran sobre el asfalto, para evitar así el riesgo de posteriores derrapes.
Me puse la mochila, agarré el bastón y emprendí el camino hacia las peñas.


 


En el bosque, me hundía hasta las rodillas en la nieve reblandecida por las tibias temperaturas primaverales de días anteriores. Los arroyos discurrían en algunos tramos bajo túneles de nieve y al poco trecho afloraban a la superficie inundando vaguadas verdes de musgo. Por donde habían hozado los jabalíes, era fácil distinguir sus huellas manchadas de fango.
En una de esa vaguadas vi el rastro del oso. Al parecer, el animal procedía de la vertiente septentrional y se dirigía hacia el suroeste, vagando por la espesura del hayedo, cruzando torrentes, lomas y collados. Había huellas profundas y huellas someras, pero todas enormes y, en ellas, era fácil distinguir las marcas de los dedos y las uñas. Debajo de algunos árboles, en revolcaderos cubiertos de hojarasca y hayucos, se había parado a descansar o alimentarse.




Seguí el rastro del oso durante un par de horas. Se alejaba hacia el sur, hacia el alto Cea, tal vez para trepar los riscos de Tejerina o Mental; tal vez, para refugiarse en los montes de Morgovejo y Caminayo. En ocasiones me detenía y miraba con los prismáticos, esperando avistar a la fiera oscilando, torpe, en la nieve.
Como no podía alejarme tanta distancia del coche, volví siguiendo mis huellas y las del oso en sentido inverso hasta el punto de partida. Además iba a anochecer y se había levantado una ventisca helada en las cimas de las Peñas Prietas y el Pando.