Se nos objetará que en nuestra crítica del sistema educativo nunca
hablemos mal de los profesores: y eso que de los malos profesores
puede decirse, como de las brujas, que haberlos, haylos; solo
que a diferencia de las brujas, todo el mundo los ha visto y sufrido
sus malas artes.
En verdad, para cualquier profesor es inevitable
haberse comportado alguna vez, y no pocas veces, como un mal
profesor, ya sea por altibajos del genio, equívocos derivados del
trato entre personas, negligencias y otros yerros. En esto,
obviamente, el colectivo de los educadores no difiere de cualquier
otro cuerpo profesional. La diferencia radica en que el romanticismo
pedagógico ha idealizado la figura del buen maestro vistiéndola
toda de oropeles, como a los santos de las iglesias, y atribuyéndole
las mismas virtudes de vocación religiosa, piedad y misticismo. Nada
de esto se les exige al urólogo o al abogado. Por el contrario,
todos entendemos que el urólogo en su clínica privada o el abogado
en su despacho busquen el beneficio económico y, al cabo, se forren
a costa de sus clientes. En cambio, el maestro de cuya fe pedagógica
se duda, porque no sabe motivar a los alumnos, merece el reproche
desdeñoso de los cursis y los sabiondos, cuando no la condena a la hoguera por los inquisidores de la enseñanza de calidad.
Quienes, por un lado, reivindican la autoridad y la dignidad del
profesorado; por otro, degradan la escuela haciendo de ella un
aparato de burocracia deshumanizada, que regula y estandariza cada
intervención educativa; y en una tecnocracia que erradica de las
aulas los saberes arcaicos de escuchar, dialogar y ser persona en
sociedad. Ello hará quizá menos peligrosos a algunos malos profesores, pero, a buen seguro, hará menos peligrosos a todos los buenos profesores.