Después de Troya



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Después de visitar Troya con mi amigo Z, el 30 de abril de 1989, viajamos en una camioneta hasta el cruce de la carretera de Esmirna. En un ribazo, a la sombra de una encina, nos sentamos a esperar que pasara algún coche. Se había unido a nosotros un viajero inglés: recuerdo su afición a los yacimientos arqueológicos, pero no su nombre ni su cara. A la media hora, más o menos, paró un autobús que se dirigía al sur. Como estábamos muertos de hambre, en cuanto llegamos al primer pueblo, buscamos un sitio donde comer. En un bar ofrecían el plato de alubias con pan y agua por 1.000 liras turcas y allí nos quedamos. Nos informamos del horario de los coches a Bergama. No me acuerdo de cuánto tiempo tuvimos que esperar en la estación de autobuses. Luego, en el trayecto de Bergama, debí de quedarme medio dormido. No obstante, fui consciente de que la carretera subía y bajaba por lomas cubiertas de pinos, robles, olivos y encinas que formaban bosques hasta la orilla del mar. Vi cuadrillas de mujeres con velo y hombres enjutos que marchaban a trabajar al campo en remolques tirados por tractores. El autobús nos dejó en otro cruce de caminos, a cinco kilómetros de Bergama. Había un hombre con un oso domesticado. Si le pagabas unas monedas, podías hacerte una foto con el oso. También había un niño y todos los turistas querían que el niño saliese en la foto al lado del oso y del hombre. Conseguimos un taxi para ir hasta el pueblo. El propio taxista nos recomendó como alojamiento el Otel Park y se ofreció a conducirnos hasta la puerta. Llegamos allí a las cinco y media de la tarde. Aún hacía calor. Descansamos en la habitación, tumbados en las camas, y luego fuimos al bazar. Miramos las cazadoras de cuero, las alfombras y las antigüedades, olimos las especias y no compramos nada. Sí tomamos, en cambio, unas cervezas. Al día siguiente, primero de mayo, visitamos las ruinas de Pérgamo.


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