Edward Hopper, Compartment C, Car 193, 1938 |
En
el vagón de un tren que atraviesa las praderas sembradas de cereal,
una mujer lee un libro sobre historia de los sumerios, en cuya
portada hay una fotografía del zigurat de Ur. Apenas vemos su
rostro, pero no nos cabe duda de que es el de una mujer hermosa. Las
espigas de trigo y el vuelo de las avutardas, que contemplamos por la
ventana, son también hermosos, como las nubes bancas, los pueblos de
adobe y los álamos del río.
Pronto
el convoy se detendrá en una estación de provincias. La mujer
guardará el libro de historia de los sumerios en el bolso, cogerá
la maleta y descenderá al andén. No la espera nadie. Seguramente
vive cerca porque la vemos irse andando hacia las calles del centro,
donde la perdemos de vista entre el ruido y la multitud (tal vez vaya a un supermercado a comprar algo para la cena). No podemos
seguirla: eso sería indecoroso.
Sin
embargo, la visión de la viajera desconocida leyendo un libro de
historia de los sumerios permanecerá en nosotros para siempre. Quizá
haya influido el hecho de que fuera una mujer hermosa, pues somos
vulnerables a los encantos de la belleza femenina. No pretendemos, en
absoluto, habernos enamorado de ella. Quizá todo el hechizo consista
en que leía unas palabras sobre Nammu, el mar intemporal en cuyas
aguas flota la Tierra.
Por
la conjunción de diversos elementos: el viaje, los campos, el libro,
el zigurat de Ur... esa mujer nos ha hecho partícipes de un instante
de eternidad. Por un instante hemos aprehendido toda la historia de
la humanidad y toda la nostalgia de la humanidad.
Y
así, desearíamos, ilusos, que el tren no se detuviera nunca y que
la lectura no se acabara nunca.
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