Para
subir a la cima del monte K es preciso atravesar los bosques que
cubren sus alrededores, en los que algunos aventureros se han
extraviado y desaparecido para siempre, vadear ríos y torrentes de
aguas bravías, escalar riscos vertiginosos y eludir las grietas de
los glaciares.
Quienes
han coronado el pico aseguran que allá arriba las nieblas son
perpetuas, y el frío y la ventisca hacen imposible la supervivencia
del ser humano. Estas condiciones adversas son la causa de que los alpinistas, tras arriesgar su vida por alcanzar la cumbre, cuando la
alcanzan, solo deban preocuparse por no sufrir congelaciones y
emprender de inmediato el descenso.
Si
por lo menos hubiera algo que ver allá arriba, tal vez merecería la
pena el sacrificio. Conmovida por tanto coraje inútil, la Federación
de Montañismo propuso cambiarle el nombre al monte K y llamarlo
monte Nada que ver.
El
cambio de nombre, lejos de desanimar a los alpinistas, provocó un
incremento considerable del número de expediciones. Las hubo incluso
de cojos, ciegos, presos en libertad condicional y buscadores de Shangri-La.
El
gobierno, harto de acometer arriesgados y costosos rescates, amenazó con prohibir las expediciones al pico Nada que ver.
Pero bastó que el Departamento de Interior publicase el anteproyecto de ley, para que se formasen verdaderas colas en las laderas de la
montaña. Murieron en el intento de escalarla media docena de
ancianos que no querían desperdiciar su última oportunidad.
Poco
después, una avalancha sepultó a una cordada de excursionistas
austriacos. Como consecuencia del terrible accidente, miles de
austriacos se empeñaron en ver el monte Nada que ver con sus
propios ojos. A juzgar por sus declaraciones, el cerro asesino no los
defraudó.
Un
periódico monárquico y patriótico lanzó entonces una campaña
para que el pico más famoso del país adoptase el nombre del rey.
Además se mostró favorable a la construcción de un teleférico
para subir a los turistas; y un restaurante, una tienda de recuerdos
y un mirador en la cima. Todo ello después de que el entorno de la
montaña sea declarado Parque Nacional. Entonces
-apunta el editorial- sí merecerá la pena gastarse 30 euros en el
precio del billete y nadie correrá riesgos innecesarios.