Supuesto buen profesor


Una escuela en Adís Abeba, Etiopía


Los alumnos están distribuidos en grupos de cuatro miembros cada uno y en la clase es obligatorio que hablen entre sí y se ayuden unos a otros. El profesor nunca toma la palabra más de diez minutos seguidos. Lo habitual es que se dialogue y lea en voz alta. Hay momentos para escribir en el cuaderno y momentos para buscar información en la red. Leemos fragmentos de La Odisea y Las mil y una noches en versiones adaptadas, pero también viajes a África de Javier Reverte, sueños de libertad de Marcos Ana, fantasías de Laura Gallego, aventuras de Isabel Allende, noches estrelladas de Neruda, episodios de Galdós, periódicos del día... El análisis gramatical nunca se va por las ramas. Trazamos garabatos de colores en la pantalla digital. Vemos anuncios de televisión, documentales y películas. Escuchamos canciones y les buscamos la rima y las metáforas. La inmensa mayoría aprobará la asignatura: a fin de cuentas, es una materia instrumental. Aunque los estudiantes con peores resultados abandonaran la escuela a los dieciséis años, todos estos aprendizajes les serían útiles para la vida cotidiana. 

Aun así, siempre hay uno o varios cretinos que saben cómo sacarnos de quicio y reventarnos la clase. Llamarlos cretinos tal vez no sea lo más adecuado desde el punto de vista pedagógico. No obstante, según cuadre, echaremos al elemento disruptivo del aula o lo enviaremos a jefatura de estudios con un aviso para los padres, que a buen seguro acudirán pronto en defensa de la inocente criatura.

Salimos de clase deprimidos, hartos y abrumados por la sensación de que todo lo que hacemos no vale para nada. Si viene un pedagogo a consolarnos con una palmada en el hombro, le responderemos con una patada en el culo... a no ser que se trate, ese sí, del camarada Makárenko.


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