Vivac




El 24 de agosto de 1988 un grupo de amigos pasamos la noche en un prado cerca de Sisterna, Asturias, a la orilla del arroyo Pedracos. Aquel día habíamos hecho la compra en Degaña y luego, con las mochilas a cuestas, caminado por la carretera hacia el oeste. Subimos la Collada del Tablado. Allí se veían laderas peladas por los incendios, cubiertas de matorral, pero en el fondo del valle la carretera discurría entre castaños y bosques de frondosas. En Sisterna encontramos a una pareja joven que hablaba a sus niños en catalán: desde la otra punta del país habían regresado al pueblo de los abuelos a pasar las fiestas.

El prado ofrecía todo lo que se necesita para dormir como un rajá al aire libre: suelo de hierba donde tender los sacos, árboles bajo los que refugiarse en el caso de que lloviera, agua y la camaradería de los que hacen el camino juntos.

Yo creo que me quedé dormido de un tirón. Si la luna tenía halo o eran visibles los cráteres del Mar de la Serenidad no es un asunto que me quitara el sueño. Tampoco vi que surcara el cielo la estela de ningún meteorito. De todos modos, si hubiera visto una estrella fugaz, no se me habría ocurrido qué deseo pedirle, aparte de estar allí.

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