¿Se
puede querer a un país a través de su literatura? Yo creo que sí,
que queremos con locura a otros países gracias a lo que leemos en
las obras de sus escritores. A menudo, es la única manera que se nos
ofrece de conocer esos mundos, sea como espacios narrativos o
territorios líricos; aunque luego los visitemos en calidad de
turistas, nunca tendremos la oportunidad de ahondar en su vida íntima, en su intrahistoria,
como lo hacemos en las ficciones literarias. Siguiendo con lo que decía ayer del norteamericano Richard Ford, pongamos que se nos
ocurriera alquilar un coche y recorrer las praderas de Montana y
Saskatchewan: todo lo fotografiaríamos, lo anotaríamos y nos
parecería maravilloso; sin embargo, no habremos compartido el
abandono e incertidumbre de Dell Parsons en Partreau, los madrugones
para guiar a las partidas de cazadores de gansos, el espanto de
presenciar un crimen y lo demás que cuenta la novela.
Gracias
a la lectura, vivimos otras vidas en otras tierras, diferentes de nuestras limitadas experiencias vitales. Sin haber estado en
Walden añoramos sus bosques; y amamos las pequeñas ciudades de
provincia francesas que leímos en Stendhal, Balzac o Flaubert. Las
ciudades y sierras portuguesas de Eça de Queiroz forman parte de
nuestra geografía sentimental del mismo modo que la Rusia de Chéjov.
Andar
mucho y leer mucho fomenta, pues, cierto cosmopolitismo que nada
tiene que ver con la globalización de las modas o los mercados, sino
con una especie de empatía intercultural: por muy lejos que estén
los otros en el espacio y en el tiempo, toda lectura es una vivencia
de vidas paralelas. Estas vidas transcurren en lugares de cuyo nombre
tal vez no nos acordaremos, pero cuyos paisajes y gentes
vislumbraremos en una memoria nebulosa que no hace distingos entre
realidad y ficción. Nos parecerá que estuvimos allí: en el Oriente de
las mil y una noches, en Macondo, en la isla de Sajalín, en la
montaña del Líbano. Más aún, nos parecerá que vivimos allí algo esencial de nuestras vidas.
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