Oriente Prójimo



Jewish Man, Jerusalem by  Unknown Artist
Jewish Man, Jerusalem, Library of Congress


Conservo un cuaderno Clairefontaine de tapas verdes con anotaciones de un viaje a Oriente que hice en el verano de 1993. En la misma caja de galletas danesas conservo un cuaderno Miquelrius de tapas azules y pasta dura con apuntes de sendos viajes a Oriente que hice en 1996 y 1997. En la caja de galletas danesas aparecen pintados unos hombres y mujeres, niñas y niños, patinando en un lago helado. Enmarca la escena invernal un ramo de hojas de acebo. Hace muchas navidades que, en vez de galletas, la lata guarda diarios de viajes: que yo sepa, los hay desde la sierra de Gredos, que está en la provincia de Ávila, al estrecho de Magallanes, en los confines del mar Antártico.

Se nota que algunos textos están escritos con pretensiones literarias y, en justo castigo a su afectación, con el paso del tiempo se han ido acartonando y volviendo borrosos. En cambio, hay apuntes escuetos del tipo Envío una postal a Marga, Teresa y Adela o "el árabe aafwan equivale a perdón en castellano". Frases que dicen llanamente lo que importa en los caminos.

En el cuaderno de tapas verdes la primera anotación data del 6 de julio. Al parecer, ese día, a 35.000 pies de altura sobre el Mediterráneo, la temperatura era de 55 grados bajo cero. Es un dato digno de consideración. El cuaderno de tapas azules, con fecha del 4 de julio, pero de tres años después, consigna rotundamente que Todo sigue igual o peor. No se refiere, por supuesto, a la temperatura en la cima de un monte Everest que se levantara sobre las playas de Ibiza, sino, como se especifica más abajo, a la carreteras maltrechas, la suciedad y el polvo de los arrabales del este de Jerusalén.

En una visita al Museo de Israel aprendí a distinguir el sombrero de los judíos bujarianos, naturales de Uzbekistán, del fez o sombrero de fieltro rojo con forma de cubilete, que era típico del Magreb y de Turquía. Además copié estos versículos:

La tierra de Israel está en el centro del mundo
y Jerusalén es el centro de la tierra de Israel
y el Templo es el centro de Jerusalén.

Corresponden a Midrash Tanhuma, Quedoshim, 10. Están traducidos a todo correr de la versión inglesa, pero, aunque hubiera algún error, el sentido es claro: se trata de un desmentido a quienes piensan que el centro de la tierra es un mar subterráneo poblado por monstruos antediluvianos y al que se accede desde el Snæfellsjökull, Islandia.

En el cuaderno de tapas azules transcribí unos versos de Yehuda Amijai, que dicen en inglés:

I heard bells ringing in the religions of time
but the wailing that I heard inside me
has always been from my Yehudean desert.

Estas citas nos alertan de que todos los sitios son especiales para sus habitantes, pero Jerusalén y, por extensión, la tierra de Palestina, lo es también para mucha gente del mundo que ni siquiera la conoce y, sin embargo, la considera santa. Por desgracia para Jerusalén, quienes la idealizan de tal modo adoran a dioses distintos; o, si se quiere, al mismo dios, aunque la parafernalia de sagradas escrituras y sacerdotes varíe. Los impíos tendemos a considerar que más valdría a sus muros y templos, a sus colinas y cielos ser solo eso: una ciudad vieja del Oriente Próximo en un cruce de caminos entre Asia, Europa y África. ¿Solo eso? Incluso para los que renegamos de los dioses que instigan la violencia, Jerusalén parece condenada a ser el centro del mundo. ¿A quién se le ocurriría ponerlo en mitad de unos cerros pedregosos?

Entrando en Jerusalén por la carretera de Jericó, el viajero de 1996 apunta que a la derecha está el Monte de los Olivos y a la izquierda, la barriada de Siloé y el Valle del Cedrón. A esta torrentera se la llama también Valle de Josafat o Valle de la Decisión, en referencia, supongo, al Juicio Final. Ahí yacen Absalón, Santiago y Zacarías. Al viajero de 1993, el Monte de los Olivos le pareció una loma sepulcral, porque sus laderas están sembradas de tumbas de judíos piadosos que esperan en primera línea la resurrección de los muertos. 

El 15 de julio de 1993 salía de la ciudad antigua por la Puerta de Jaffa y, extramuros, anduve hasta la puerta de Damasco. Fui por la calle de Nablus a visitar el Jardín de la Tumba y luego el barrio judío ortodoxo de Mea Shearim. Me perdí a la vuelta. Temía que me apedreara algún exaltado. Vi el templo ruso. Entré de nuevo en la ciudadela por la Puerta Nueva. Hice un alto en la la Sinagoga de Ramban. Luego me entretuve observando a los hombres y mujeres que rezaban separados en el Muro de las Lamentaciones. Consideré si el fervor que impregnaba el ambiente afectaría de algún modo a mi adormecida sensibilidad religiosa. Sentía, en verdad, una especie de mareo místico, seguramente provocado por la insolación y el cansancio. Recuperé el juicio en la taberna de Abu Shukri, en la calle El Wad.

Cuatro años después, el 15 de julio de 1997, según el cuaderno de tapas azules, estaba en Petra, Jordania. Fui allí desde Amán por la carretera del desierto, en dirección sur, atravesando los yermos de la meseta de Moab.

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