En
las clases de Gramática y Civismo, algunos padres se quejaban de que
sus hijos salían perjudicados por el trabajo en grupos. No podían
tolerar que sus hijos se afanasen por hacer bien las cosas y otros se
aprovecharan del esfuerzo ajeno. Aunque la profesora calificaba con
mejores notas a los más aplicados, los alumnos excelentes percibían
el grupo como un lastre que les impedía destacar sobre los demás.
Obviamente,
para ellos no suponía ningún consuelo o reconocimiento sobresalir
por encima de los compañeros fracasados. Lo que de verdad les
importaba era superar a sus rivales en la excelencia, y por ello
sopesaban con ansiedad hasta el más desvalido decimal de sus
calificaciones, y examinaban cualquier gesto de la profesora que
pudiera significar ventaja para el adversario.
Hay
quienes opinan que esta sana competencia resulta beneficiosa para la
calidad del sistema educativo. Juzgan que meter en el mismo saco a
los emprendedores y a los torpes es una forma nefasta de igualar por
abajo.
En
vano la profesora peroraba sobre la importancia de trabajar en equipo
y aprender a gestionar los conflictos del grupo. A los alumnos
listos, que no eran tontos, el discurso les sonaba rancio y ellos
aspiraban a ser de mayores como los triunfadores que veían en
televisión: futbolistas, políticos, banqueros... Gente hecha a sí
misma, que no debe nada a nadie y a quien todos debemos consideración y acatamiento.
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