Nikolai Astrup, Martzmorgen (Museum Syndicate) |
El
verano pasado subí al pico Curavacas, en el macizo de Fuentes
Carrionas, y no pienso contar la hazaña en un relato inflamado de
mística montañera. Por ese lado pueden estar tranquilos.
Para
llegar a Vidrieros fui por la “carretera de los pantanos”, que
bordea los de Compuerto y Camporredondo, y zigzaguea hasta los
pueblos más remotos de la Montaña. Me crucé con un grupo de
ciclistas británicos. Los había de todas las edades. Era una mañana
soleada de agosto y me hubiera gustado parar el coche y charlar con
alguno de ellos en mi rudimentario inglés.
-Usted,
buen hombre, ¿está a favor o en contra del Brexit?
-...
-¡Oh,
dice usted que es de Edimburgo! ¿Y qué opina de la independencia de
Escocia?
-...
Pero
no quiero molestarlos con comentarios impertinentes. Y sobre todo, no
atropellarlos, que sería una manera dramática de fastidiarles las
vacaciones. Por eso reduzco la velocidad. La carretera es estrecha.
Hay vacas que deambulan parsimoniosas por la calzada e individuos
con pinta de senderistas que marchan a paso ligero hacia rutas
salvajes. Algunos se han topado en esta carretera con un oso o un
lobo y han sobrevivido para contarlo.
Vidrieros
es el punto de partida para quienes escalan el Curavacas por la
vertiente sur. Vidrieros tiene alrededor de 30 habitantes censados,
que viven a 1.300 de altitud y a 125 kilómetros de la capital de la
provincia. Si no estuvieran las montañas en medio, quedaría a tiro
de piedra de las playas del Cantábrico. ¿Cómo culpar a los
montañeses de que no amen el montañismo con el mismo entusiasmo que
la gente de la ciudad? A 125 kilómetros del Hospital Provincial, la
nieve puede ser un estorbo aciago.
Por
la zona de Vidrieros se desarrollaron las campañas militares de
Augusto contra los cántabros. Pensar que el emperador Augusto pudo
acampar en alguno de estos valles nos hace ir con la vista clavada al
suelo, escudriñando como zahoríes en busca de algún vestigio de la
antigüedad: una fíbula, una espada, un dado de la suerte.
Aparco
en una plazuela donde hay un bar y, enfrente, una iglesia de
ladrillo. La iglesia está cerrada. Desde la terraza del bar, unos
hombres supervisan mi maniobra de aparcamiento. Me asalta la duda de
si he infringido la normativa municipal o si es simple curiosidad por
su parte. Quizá cuando vuelva del monte, ¡sorpresa!...: una notificación
de multa en el parabrisas.
Pregunto
por el camino del Curavacas.
-¿Va
usted solo?
-Sí.
-Un
hombre solo no es nadie.
Quien
me lo dice tiene razón. Soy Nadie. Un tropiezo en el sendero de
aproximación al macizo y seré menos que Nadie. Un mal paso en los
riscos y Nadie volverá a la Nada. Me dan ganas de invitar al
filósofo a que me acompañe en la marcha a los picos. Pero en lugar
de eso me recuerda el accidente de abril de 1957. Tres montañeros
de la cordada de Los Faquires murieron despeñados en la pared
nordeste. Sorprendidos por una fuerte nevada, tres hombres que amaban
la montaña perdieron la vida.
La
ascensión es penosa, como los son, por regla general, todas. Remontando el
curso del arroyo Valdenievas se alcanza el prado de Cabriles y luego se acomete el Callejo Grande, una ladera empinada, de
piedras sueltas, que culmina en el collado del Hospital. No hay lugar
para el descanso ni para la contemplación del paisaje.
En
la cima nos espera un bien merecido almuerzo. En una roca próxima se
sientan dos tipos que, mientras comen, respetan el silencio de las
alturas. Yo creo que son bomberos jubilados. Por lo menos uno de
ellos, el que mide cerca de uno noventa. El otro puede ser un
veterinario o un perito agrícola. Este último entiende de pájaros.
Gracias a él me entero de que el pájaro que picotea las migas de
nuestro pan es un acentor alpino. Y las aves que revolotean en la
cresta, chovas piquigualdas.
Antes
de irse me piden que les haga una fotografía. No sonríen. Tampoco se pasan la mano por el hombro. Cuando emprenden
el descenso, me quedo solo en la cumbre. Es el momento de ponerse
sublime. Dicen que en días claros de invierno se ven hasta las
nieves del Moncayo, en la raya de Aragón.
Con
la esperanza de ver estas maravillas, gigantes Briareos, espejismos,
islas inauditas... hemos subido a la montaña. Para estar solos, no.
Bastante solos estamos allá abajo. De todos modos, tras la ración
de tortilla, nos vence la indolencia y el sopor. Se echa de menos el
café. La siesta, sin embargo, no la perdonamos, aunque sea en un
lecho de piedras, a 2.520 metros de altitud.
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