Guardián del discurso




En las conclusiones de Una introducción a la teoría literaria, Terry Eagleton sostiene que los teóricos literarios, junto con los críticos y los profesores, más que impartidores de una doctrina son guardianes del discurso. Un discurso plagado de significantes prestigiosos como “cultura”, “humanismo”, “valores universales”, que explicarían el carácter necesario de la asignatura de Lengua y Literatura en los planes educativos. De hecho, a pesar de la frágil situación de la escuela en el panorama actual del capitalismo, no se trata de una materia discutida. Por el contrario, todas las personas están obligadas a estudiarla desde el primer curso de Primaria hasta el último de Secundaria, y en el caso de coexistencia de dos idiomas oficiales, esto se aplica a ambos. Si el estudio de la Lengua y la Literatura genera alguna polémica, ello se debe a una repentina preocupación de la sociedad por lo mal que los jóvenes hablan y escriben, y lo poco que leen; o bien a enfrentamientos nacionalistas provocados por el empeño de la derecha estatal de erigirse cínicamente en defensora del castellano frente a las agresiones de las otras lenguas de España. Esta beligerancia patriótica se transforma, sin embargo, en un entusiasmo globalizador cuando la otra lengua es el inglés, cuyo liderazgo nadie discute. Si además la imposición de una lengua extranjera sirve de criba social, sus ventajas son evidentes para el sistema. Guardar el discurso de la “literatura nacional” y de la “lengua que nos une” es, pues, uno de nuestros cometidos. Por eso seguimos aquí, a diferencia de nuestros colegas de lenguas clásicas.

No obstante, en la era de internet y las investigaciones sobre el ADN, en un planeta amenazado por el cambio climático y la especulación financiera, resulta difícil justificar la importancia de las horas dedicadas a la lengua y literatura en la formación de los jóvenes. Los profesores salimos en defensa de nuestro puesto de trabajo con argumentos de carácter utilitarista, como la mejora de la competencia comunicativa mediante la práctica de la lectura y la escritura; o de índole vagamente humanista, apelando a que la lectura de los clásicos contribuye a formar “mejores personas”. Nada de esto es cierto o se trata solo de verdades a medias. Desde luego, los lectores de Quevedo no son mejores personas que los jugadores de Play Station por el simple hecho de ocupar su tiempo libre en degustar textos conceptistas y ni siquiera es seguro que se expresen mejor. Quizá en la escuela infantil y primaria el área lingüística sea primordial, pero en la escuela secundaria podría perfectamente tratarse de modo transversal en vez de empaquetarse en una asignatura específica. También se mejora la competencia comunicativa y se adquiere una cultura humanista en las clases de Historia o Biología. La situación desairada del profesor de literatura que comenta las ideas sobre la muerte en la poesía de Jorge Manrique ante un público de treinta adolescentes obligados por el Estado a cursar y aprobar esa materia, además de otras nueve o diez, no se corresponde con el idealismo humanista.

¿Por qué entonces el sistema educativo no se ha deshecho de esta materia espuria? Las listas de autores y obras canónicos, tan temidas por los estudiantes, y los comentarios de texto, sometidos al patrón de un formalismo riguroso o a la metodología particular de cada docente, tampoco contribuyen a dignificar los estudios literarios en la escuela. Pero entre unas cosas y otras, lo que cala es el discurso de: una literatura nacional grandiosa, una jerarquía creadora ajena al común de los mortales y a la que estos debemos rendir culto, unas creaciones artísticas que están por encima de la vulgaridad de la vida material, y una condición humana universal y atemporal que algunos finos espíritus intelectuales fueron capaces de percibir y transmitirnos. Discurso cuya rentabilidad pedagógica consiste en inculcar una especie de elitismo humanista: complemento clásico del bagaje intelectual verdaderamente útil, esto es, el que proporcionan las materias científicas, tecnológicas y de ciencias sociales. A este propósito, Terry Eagleton incluye los departamentos de Literatura dentro del aparato ideológico del Estado capitalista moderno, si bien advierte: No son aparatos totalmente dignos de confianza pues las humanidades encierran muchos valores, significados y tradiciones opuestos a las prioridades sociales de ese Estado. Y añade: El pensamiento independiente, la disensión crítica y la dialéctica razonada son parte de la esencia de una educación humana. Una burocracia que regula al milímetro cada aspecto de la vida escolar, tanto en el terreno pedagógico como en el administrativo, y una modernización de índole exclusivamente tecnocrática, que cifra el progreso en el desarrollo de las TIC, sin entrar en el fondo de la cuestión educativa, son algunas de las estrategias que emplea el sistema para ahogar el pensamiento independiente en los institutos. A ello hay que sumar la política general de desmantelamiento de servicios públicos, que masifica las aulas y anula el potencial académico de contrarrestar las desigualdades sociales. 

En Qué hacemos para construir un discurso disidente y transformador con aquello que hoy sirve para enmascarar la realidad y transmitir ideología: la literatura, sus autores, David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez Puértolas y Marta Sanz, advierten sobre la importancia de aprender a leer críticamente, algo reiterado como un mantra en los manuales y cursos de formación de maestros, pero que conviene precisar: Leer críticamente significa saber quién escribe, para quién escribe y desde dónde escribe. Y, sobre todo, ser consciente de que la literatura no se encuentra en los márgenes de las estructuras sociales e históricas, sino que es una instancia más de la producción y reproducción ideológicas. Cualquier profesor de Lengua y Literatura, obligado a abarcar en sus clases desde la morfología derivativa al análisis sintáctico, pasando por un amplio surtido de tipología textual, sin olvidar la ortografía y la competencia digital, además de mil años de historia de la literatura, con lecturas incluidas, todo ello bajo el paraguas de la nueva era comunicativa, entenderá que la lectura crítica empieza por una lectura crítica de los propias programaciones didácticas del área de Lengua y Literatura. De otro modo estamos condenados a ser los guardianes del discurso que el sistema espera que seamos.


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