Ecuánime
y ponderada se muestra la televisión gubernativa, que supuestamente
es la televisión de todos, en el tratamiento de los escándalos de
corrupción, revelándonos cómo esta lacra ensucia a toda clase de
partidos y de políticos, sin distinción de ideología. Ante lo cual
el honrado ciudadano, que obviamente es honrado porque no puede ser
otra cosa, entrevistado a pie de calle, se indigna y prorrumpe en
improperios: desahogo preliminar a la salomónica y, en parte,
absolutoria sentencia de ¡Todos son iguales!.
Todos, en efecto, marcados por el estigma del pecado original.
Considerándola como un atributo consustancial del ser, una
mancha de la condición humana, se evita vincular la corrupción con
el estar en un sistema social injusto. No es de extrañar,
pues, que haya aún quien prefiera, y así lo manifieste en las
urnas, el corrupto a carta cabal al bobo bienintencionado, a los
envidiosos nacionales y a la jauría ladradora de perros del
hortelano. En resolución, mientras algunos remilgados y melindrosos se
tapan la nariz cuando depositan el voto en la urna, a otros solo les
falta vociferar, jaleados por las palmas del respetable, ¡Olé sus
huevos!
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