Faltaba
mucho a clase, demasiado, tanto que la escuela tuvo que tomar medidas
y comunicárselo a la inspección. ¿Qué hacía una niña de trece
años vagando por ahí como una perdida?
Cuando
acudía al colegio, casi nadie se acercaba a ella. Era una extraña
en todos los sentidos, sin lugares, sin amigos, sin historias que
compartir.
Los
padres le justificaban las faltas de asistencia alegando motivos
familiares. Nunca podían asistir a las entrevistas con la tutora. Eso, en verdad, no sorprendía a nadie. ¿Quién puede ausentarse del trabajo para atender a los requerimientos de un centro educativo?
No
obstante, a mediados de curso, los padres acudieron al colegio
hechos unos basiliscos. Habían descubierto que su hija sufría acoso
escolar. Exigían una respuesta inmediata, que se aplicaran sanciones
severas. Ellos no iban a mirar para otro lado. Estaban dispuestos a
denunciar al director, a los otros padres o al mismísimo lucero del
alba. Caiga quien caiga, advirtieron.
Era
una explicación razonable para un caso grave de abandono escolar. De
modo que, aunque los profesores habían sometido a Rosa S. a un estricto
seguimiento, se aplicaron a investigar el asunto a fondo. Por el bien de la alumna,
pero también porque se cernía sobre el centro la amenaza de una
denuncia y un escándalo.
El
rumor, en efecto, corrió entre los padres. Las denuncias de acoso se
multiplicaron. Todo el mundo tenía miedo de que en una escuela sometida por los matones y los drogadictos sus hijos acabaran mal, como
los adolescentes que salen en las portadas de los telediarios.
El
inspector se personó en el centro y revisó todo el expediente para
comprobar si faltaba algún documento, algún punto o alguna coma. El
equipo directivo tembló. El inspector no habló con Rosa S., pero sí
con sus papás. Y recordó a los profesores el protocolo, que es una maraña de formularios donde todas las actuaciones
quedan detalladas y registradas oficialmente.
Por
suerte, la tutora sí hablaba a menudo con Rosa S., y con sus amigas
y compañeros. Atando cabos, por testimonios e indicios varios,
averiguó cosas que confirmaban sospechas latentes
desde el inicio del curso. Lo cierto era que la niña no asistía a clase porque se
quedaba en casa haciendo las tareas del hogar. Además cuidaba a su
abuelo, inmovilizado en una silla de ruedas. Rosa S. preparaba la
comida del anciano y la de sus tres hermanos varones.
Por
alguna razón los padres no querían saber nada de los servicios
sociales. Y desde luego, no se podían permitir el lujo de contratar
a una persona que se ocupara del abuelo. La niña nunca había sido
buena estudiante... ¿A quién le importaba que faltara a unas
cuantas clases de Lengua o Matemáticas? ¿Iba a ser abogada? ¿Iba a
ser ingeniera? Para tapar un caso injustificado de absentismo escolar, azuzaron el fantasma del acoso. Todas las semanas aparecían en la televisión noticias trágicas de adolescentes
acosados.
La
escuela informó de la precaria situación de la familia a la oficina de
servicios sociales: en realidad, una trabajadora social para, pongamos una cifra aproximada, cinco mil habitantes. La trabajadora social informó a los padres de la
obligatoriedad de escolarizar a su hija y de las consecuencias de no
hacerlo. Ahí quedó todo.
Por
suerte para todos, se evitó el escándalo. No hubo escándalo,
denuncias ni intervenciones de la inspección por el caso de Rosa S.
Se trataba solo de una niña que, como muchas niñas en África, no
asistía a clase porque tenía que ocuparse de las tareas del hogar y
el cuidado de la familia. Era,
tal vez, un incidente aislado y no había motivo de alarma social.
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