Vistas de otoño





Para cierta clase de personas, que prefieren el otoño a otras estaciones más amables del año, los árboles de hoja caduca son símbolos tan enigmáticos y oscuros de descifrar como la piedra Rosetta. Perderse en la niebla de los bosques es todo un placer para ellos, solo comparable al de deambular por las calles empedradas de una ciudad antigua bajo la lluvia y bajo la mirada hierática de las gárgolas y los dragones cincelados en los modillones de los templos románicos.

Una vez, pregunté a uno de estos caminantes singulares si había disfrutado del espectáculo de la caída de la hoja entre los fresnos, alisos y abedules de la ribera. Me respondió que la tristeza gris de los árboles no había satisfecho sus expectativas. Le pregunté por los cuervos marinos, que vuelan a ras de agua y se sumergen en las heladas profundidades del río. Pero el aleteo de las aves negras tampoco había satisfecho sus expectativas. Le pregunté por los barcas que surcan el río, los remeros animosos y las lanchas de los pescadores. Pero los pálidos navegantes tampoco habían satisfecho sus expectativas.

Le pregunté qué había visto, digno de mención, en su solitario vagabundear.

Entonces me habló de un ciclista. Era un anciano que pedaleaba en una vieja bicicleta de carretera. Vestía prendas inapropiadas para la práctica del ciclismo, tales como cazadora de cuero, bufanda y guantes de lana. En vez de casco, se cubría la cabeza con una boina y llevaba, eso sí, chaleco reflectante, que lo hacía bien visible desde lejos. Por una maniobra torpe, el anciano se había metido en un charco que le cubría hasta las rodillas, así que se había empapado los pies y temía enfriarse. 

Como llevaba un chaleco reflectante que permitía verlo desde lejos, mi amigo estuvo observándolo hasta que desapareció en el campo yerto.
Eso es lo que había visto, digno de mención, en su solitario vagabundear.


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