Todos
los inviernos empiezo la escritura de un cuaderno de invierno. Para
escribir un cuaderno de invierno son imprescindibles dos elementos: a) el cuaderno, a ser posible, tipo Moleskine o, en mi caso, una libreta
hecha con papel ecológico por niños pobres de la India y adquirida
en un mercadillo navideño de comercio justo; y b) el invierno, mejor con mar arbolada en el Noroeste y pueblos aislados
por la nieve en la Meseta.
Luego
pienso en un cuadro de Munch: individuos atormentados, mujeres que
los acogen en su pelo exuberante y el bosque noruego.
También
hay un cuadro de Goya que me gusta para mis ensoñaciones invernales:
la ventisca agitando las ramas, un grupo de personas que se embozan
para resguardarse del frío, un burro con el cerdo de la matanza a
cuestas y un perro flaco que no se hunde en la nieve.
Leo
a escritores rusos en cuyas obras figura una mujer hermosísima,
envuelta en pieles, que viaja por la estepa en trineo.
¿Quién sabía que el poeta Luis Cernuda se alistó al Batallón Alpino
durante la Guerra Civil, y que marchó a las cumbres de Guadarrama
con un fusil y un libro de Hölderlin en la mochila? Acabo de enterarme y estoy decidido a incluir esta anécdota en la sección literaria de mi cuaderno de invierno.
Cuando
viajo por carretera en la noche, a través de páramos y montes de
Castilla, reparo en que el termómetro marca nueve grados bajo cero.
Esa temperatura no significa nada para los aventureros del Klondike
que conoció Jack London ni para los desterrados de Sajalín que
conoció Chéjov. Sin embargo, el calor del hogar cuando se llega al destino
y el hechizo de la lumbre son reconfortantes para todos los nómadas
del frío.
Otra vez me sorprendió la nieve en la frontera entre la República
Popular de Bulgaria y la República Federal Socialista de Yugoslavia.
Era un Primero de Mayo, fiesta señalada en los países del Este.
Desde entonces sueño con un tren que recorre los países del Este.
Acaso yo sea uno de sus pasajeros.
Soy
un vago y, aunque pasan los inviernos, mis cuadernos no pasan de la
página tres o, como mucho, de la siete. A este paso llegará el
verdadero invierno, el definitivo, una especie de apocalipsis blanco,
que me helará las manos, me morderá en las articulaciones, me
silbará en los pulmones, me cegará los ojos.
La
única esperanza es que tal vez tenga suerte y alguien me recuerde en
su cuaderno de invierno. Me describirá vagando por un yermo,
extraviado en la nieve. No se me verá la cara. Nadie se acordará de
mi nombre.
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