Cerca de la Plaza de España, en la avenida donde Martín Blok
aparcaba el coche cuando iba a Vigo para hacer compras, cenar en un
restaurante o ver los barcos atracados en el puerto, una mujer había
aparecido muerta. La habían asesinado a cuchilladas en el portal de
su casa. La joven ingeniera volvía de cenar con los compañeros de
trabajo. La policía no tardó en averiguar que el homicida había
sido uno de sus propios compañeros, obsesionado con ella.
Martín
Blok no se detuvo a examinar el escenario del crimen, pero como otras
personas que pasaban por allí, miró con aprensión el portal donde
se había cometido el asesinato. Salvo por estas manifestaciones de
curiosidad y el ajetreo propio de los días navideños, se diría que
todo continuaba igual en la calle.
Martín
Blok bajó por la Gran Vía a Urzaiz, esquivando las multitudes que se amontonaban en la puerta de los centros comerciales y las colas de
niños y papás que aguardaban su turno para recibir las sonrisas
bondadosas de Papá Noel. En Príncipe era aún peor, hasta el punto
de que había que abrirse camino a codazos. Decidió, pues, seguir
por Colón hacia Beiramar.
Un
barco de pasajeros emprendía rumbo a la orilla norte de la ría,
donde las luces de Cangas y Moaña iluminaban la línea de costa y la
ladera de los montes. En las terrazas de las cafeterías, como en un
fuego de campamento, los parroquianos se arrimaban a las
llamas de los calefactores. En la penumbra, el bosque de mástiles
del fondeadero del Náutico; y, siempre cerca de los navíos, la estatua de Julio Verne
con el calamar gigante, recordando al capitán Nemo. Un buque
oceanográfico del Ministerio de Pesca, con los motores y los focos
encendidos, parecía listo para zarpar.
Por
la pasarela del centro comercial A Laxe, Martín Blok subió a la
Praza da Pedra y atravesando todo el casco viejo salió a la Porta
do Sol, donde un gran árbol navideño se erigía al lado de la
estatura del Sireno. Había más niños, que esperaban para montar en los
caballos del carrusel. Pero deseando un poco de tranquilidad, Martín Blok se refugió en una librería
céntrica, donde solía dedicar buenos ratos a hojear volúmenes y,
casi siempre, comprar alguno.
En
aquella ocasión se llevó Desde los bosques nevados, un
ensayo de Juan Eduardo Zúñiga sobre escritores rusos. Con ansia de
comenzar su lectura, se dirigió al Nuevo Derby para leerlo mientras
tomaba una cerveza y una ración de tortilla. Abrió el libro por el
capítulo dedicado a mujeres soñadas: Todos los lectores
acariciaron el cuerpo perfumado de Anna Karénina. Todos besaron,
seducidos, las manos de Tatiana... Así, muchos lectores de novelas
rusas se enamoraron de mujeres soñadas... En estos libros la mujer
era emblema primordial y su persona subyugante lleva al lector a
reconocerse amante suyo... imaginaban su apasionamiento, su belleza,
su consagración a causas generosas...
Y mientras leía estas frases, observaba a las mujeres reales que
había a su alrededor, las jóvenes y las viejas, mujeres que tal vez
habían inspirado los sueños y deseos de sus amantes, y veía a una
joven que erraba sola por un bosque de abedules y dejaba tras de sí
un rastro de sangre en la nieve.
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