En ruta quijotesca por el país de La Mancha, los viajeros hacemos un alto en Consuegra, que conserva algunos molinos de viento en el cerro Calderico y es, por tanto, visita inexcusable para todos los devotos del Caballero de la Triste Figura. En realidad, ni son gigantes ni son molinos de la época del Quijote, pues se construyeron en el siglo XIX, pero estas mudanzas han de imputarse a la magia del sabio Frestón, que quiso robar los libros y la fama de sus hazañas al bueno de Alonso Quijano.
Se
alinean los doce molinos en una cresta cuyos riscos comparten con el
castillo de la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén.
Dicen las crónicas que la fortaleza perteneció al conde don Julián
en tiempos de los visigodos. Se reconstruyó en el siglo X bajo el
mandato de Almanzor. En 1097 Al-Mu'tamid entregó la plaza a Alfonso
VI, que la perdió, poco después, en guerra contra los almorávides
de Yusuf ibn Tasufin. Los cristianos recuperaron el Castillo de la
Muela en el siglo XII, tras lo cual fue restaurado por los Caballeros
Hospitalarios.
Vienen
a ver los molinos gentes de todas partes, incluso del Asia remota,
sin que detengan a los animosos turistas las nieblas y vientos
helados del invierno o los rigores del sol en el estío. La
proximidad de Toledo y Madrid garantiza un flujo constante de
viajeros. No creemos ser, por tanto, los primeros visitantes que dan
en meterse a arbitristas y enderezadores de entuertos, proponiendo
planes más o menos ingeniosos y quiméricos para adecentar el famoso
cerro Calderico.
En
primer lugar, juzgamos conveniente prohibir la circulación de
vehículos particulares. Un buen paseo por la loma, con vistas
magníficas del pueblo, la campiña y los cercanos montes, no le
viene mal a nadie. Para quien no pueda o no quiera subir las cuestas,
se podría poner uno de esos trenes o autobuses turísticos que tanto éxito tienen en las ciudades. Cobrando el acceso al parque y
explotando el transporte colectivo, se crean puestos de trabajo y se
genera riqueza.
Una prudente inversión permitiría señalizar el sendero,
instalar alguna pasarela de madera y, sobre todo, plantar una
ringlera de árboles que proteja del sol y hermosee la ruta. En
cuanto al panorama que se contempla desde el cerro Calderico, reparemos en que si lo
primero que salta a la vista es un vertedero o un suburbio anodino,
elementos consustanciales de todo paisaje urbano, estas pústulas nos
impresionarán más que la grandiosidad de tanto campo y tan ancho
horizonte. Con una pizca de ordenamiento urbano y algunos árboles
más en el espacio comprendido entre la ladera y las casas, se
mejoraría el aspecto del conjunto formado por la cresta, la villa y
el entorno.
Ha
de cuidarse la limpieza. El impetuoso viento, con querencia por estas
lomas y llanuras abiertas, arrastra papeles y desperdicios que nadie
parece esmerarse en recoger. ¿Y qué hacen casi todos los molinos
cerrados? Nos gustaría ver alguno en activo o que nos
explicasen el funcionamiento de la maquinaria. Tampoco estaría mal encontrar allá arriba
una cafetería, librería, taller de artesanía o tienda de productos
locales (de calidad).
En
cuanto al castillo, lo hemos conocido en obras, así que no sabemos a
qué se dedicará. Una exposición permanente sobre la Orden de
Malta, las Cruzadas o el sincretismo de cristianos, moros y judíos,
por poner algunos ejemplos, interesará al turista de interior, más
concienciado con la cultura que el de sol y playa. Incluso sin reclamos añadidos, la fortaleza es formidable. Un castillo, en fin, un
monte, unos antiguos molinos de viento, el fantasma de don Quijote y
una villa que fue la Consaburum citada por Plinio...: sorprende
que tan espléndido patrimonio lo valoren más los viajeros japoneses o norteamericanos
que las autoridades turísticas locales.
En resolución, los
molinos del cerro Calderico son construcciones modestas situadas en
un monte que tampoco destaca por su espectacularidad. Trotamundos habrá en La Mancha que no hayan leído la
novela del Ingenioso Hidalgo, pero todos asocian los molinos con la batalla del héroe y los gigantes. Quienes emprendemos la ruta del Quijote no necesitamos playa, no necesitamos centros
comerciales ni salas de fiesta para que nos emocione el paisaje
manchego. Nos conformaríamos con cosas tan sencillas como que haya,
al menos, una buena librería en todo el vasto Territorio de la
Mancha. O que la mercadotecnia turística no se tome tan en serio el
apodo del Caballero de la Triste Figura e inunde las tiendas de
quijotes desfigurados. Que preserven como una maravilla los molinos y la memoria del Quijote; los gigantes corren de nuestra cuenta.
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