Por
el camino del valle, entre prados y chopos de Lombardía, pasean las
mujeres. También pasean los hombres, pero menos. Las mujeres pueden ir
solas, en parejas de amigas o en grupo. A las solitarias las acompaña
a veces un perro. El perro trota a su lado, acompasando su trote al paso cansino o atlético de la dueña. Si ella es vieja, el perro suele
ser viejo, y no se sabe cuál de los dos anda más renqueante.
Estas
mujeres ignoran la moda de la ropa técnica de montaña, y
aunque sea invierno y los charcos estén helados, algunas salen al
campo con las zapatillas de estar en casa. Se echan un chal en los
hombros y ya está. Aunque el termómetro marque varios bajo cero y
aunque a las cinco de la tarde, en las vaguadas sombrías, parezca de
noche. El
bastón o cachava es otro asunto, un accesorio inseparable de la figura
del caminante, que no supone vejez o dificultad para andar. Se trata
más bien de una herramienta multiusos. Sirve, claro está, para
apoyarse, pero también para varear las ramas de los cerezos cuando
están en su sazón o para espantar a los perros gruñones.
Las
mujeres que pasean por el camino del valle no siempre anduvieron
solas o acompañadas de otras mujeres o escoltadas por un perro.
Muchas de ellas son viudas. Enterraron a sus maridos, con quienes
daban largos paseos, y ahora que se han quedado solas, no hay quien
las pare. Andan y andan por las tardes, cuando ya no hay nada que
hacer en casa; incluso en invierno, a no ser que la nieve cubra los
caminos.
También
hay hombres andarines, algunos de ellos viudos, pero son menos. Estos
no tienen la costumbre de caminar por caminar. Pasan las
horas acodados en la barra del bar. Si os fijáis, las venas se les
trasparentan en las mejillas, como un mapa de los ríos y sus
afluentes. Se distraen mirando embobados la televisión, trasegando
un vaso de vino tras otro. Cuando
vivían sus mujeres, no iban a pasear con ellas; sin ellas -adónde
iban a ir-, tampoco.
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