En
un ensayo sobre el escritor ruso Iván Turguénev, incluido en el
volumen Desde los bosques nevados (2010), Juan E. Zúñiga nos
recuerda el temor y el rechazo que el autor de Memorias de un
cazador sentía por los gélidos inviernos de su país.
En
una carta dirigida a su amiga francesa Pauline Viardot escribe: Acabo
de abrir por un momento la puerta de mi balcón... Brrr, qué
bocanada de oscuro frío, de viento glacial y nieve... Diana, que se
ha levantado, retrocede con horror... Ah, pobrecilla, tú no estás
acostumbrada a un clima parecido. ¡Pobre francesa! Vamos, pongámonos
uno junto a otro y pensemos en Courtavenel.
Diana, la perra de caza, y su dueño se hallaban por entonces en
Spásskoye, la finca familiar donde Turguénev había sido confinado
por las autoridades zaristas, en la región de Oriol. El añorado
Courtavenel era el chateau que Louis Viardot poseía en la comuna de Vaudoy-en-Brie, departamento de
Seine-et-Marne.
Tanto
en los relatos de Memorias de un cazador como en otras obras
suyas, Turguénev sitúa la mayoría de las historias en las
estaciones templadas del año. Que un ruso temeroso de los resfriados
sienta nostalgia por el calor del sur tiene su equivalencia en el
tipo meridional que sueña con las nieves del norte. Claro que aquí
los termómetros rara vez descienden de los quince grados bajo cero y
que la nieve es una visitante ocasional, causa pocos trastornos, la
reciben como una bendición las gentes del campo y adorna los
paisajes en vez de sepultarlos o envolverlos en un lúgubre sudario.
Apunta
Juan E. Zúñiga: No se puede encontrar a un escritor ruso sin
verle paseando por la naturaleza donde nació y a la que su obra
estará unida; y poco más adelante alude a la pasión tan
rusa de andar y andar. Será por eso, entre otras cosas, por lo que queremos tanto
a la literatura rusa, cuyos autores colmaron nuestras fantasías juveniles de
noches blancas, bosques y estepas.
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