Variedad estándar



Estándar, estandarización son palabras ingratas, extranjerizantes, que disgustan a los defensores de la diversidad y repugnan a los oídos de quienes exaltan las particularidades locales y las identidades ancestrales.

La variedad estándar de una lengua es la que se impone en la escuela a través de la enseñanza obligatoria. No se corresponde con la forma de hablar de ningún sitio, aunque esté más próxima a determinadas variedades geográficas y sociales que se consideran o se han considerado más prestigiosas. Los profesores de Lengua ejercemos, en cierto modo, de comisarios lingüísticos.




Entidades vinculadas al poder la diseñan y promueven. Una ortografía y una gramática, homologadas por dichas instituciones, son utensilios que se nos presentan como imprescindibles para fijar una lengua.

A todos los nacionalismos estatales y paraestatales les conviene la imposición de un estándar que, al mantener unido el idioma, una también al país. Históricamente, la codificación de variedades estándar surge vinculada a factores extralingüísticos. La formación de Estados modernos, el desarrollo del capitalismo y la globalización de los mercados, y la invención de la imprenta coadyuvaron a que se publicasen las primeras gramáticas de las lenguas vulgares en Europa, como la de Nebrija para el castellano.

Algunos lingüistas advierten de una ideología subyacente de estandarización (J. y L. Milroy, citados por Juan Carlos Moreno en El nacionalismo lingüístico. Una ideología destructiva). Pasa con las lenguas poderosas, que buscan mantenerse unificadas como “lenguas de comunicación internacional”, y pasa con las lenguas amenazadas, que pretenden sobrevivir y vertebrar una “identidad colectiva”. Así pues, a comunidades imaginarias, lengua imaginarias.





Lo cierto es que detrás de la ortografía, la gramática y el diccionario hay ideología a raudales. Incluso en las clases de gramática es inevitable “hacer política”. No plantearse estas cuestiones es una opción política. Despreciar la normativa común y ensalzar las variedades vernáculas del idioma, entusiasmarse con los hechos diferenciales y los localismos es otra opción política.

Reparemos, sin embargo, en que los prejuicios desmesurados contra la variedad estándar evocan las diatribas que desde la ideología del nacionalismo lingüístico se lanzaron contra el sueño internacionalista del esperanto. Se le reprochó que era una lengua artificial, que no se transmitía de padres a hijos, que carecía de calor humano y de tradición literaria. ¿Acaso pretendía alguien que un producto de laboratorio como el esperanto erradicara lo que de verdad habla la gente en su pueblo? De eso ya se encargarán, tal vez, las tres o cuatro (o solo una) “lenguas internacionales”.





La variedad estándar es una variedad funcional que se usa, sobre todo, para la cultura escrita y que facilita la comunicación entre miembros de una misma comunidad lingüística, pero de dialectos geográficos y sociales diferentes. Esto debe quedar claro en la escuela para evitar las manipulaciones del nacionalismo lingüístico. Se parece a aprender otro idioma, aunque sea un idioma irreal. Su finalidad no consiste en suplantar las formas reales de hablar, las entonaciones y pronunciaciones regionales, así como tampoco los giros y particularidades del vocabulario. Basta con que haya una ortografía consensuada y una serie de instrucciones gramaticales de uso.

Puede suceder, en efecto, que el dialecto estándar se aparte tanto del dialecto local que los hablantes lo perciban como una lengua extranjera. El prestigio del dialecto estándar, empleado por la escuela, los medios de comunicación y la escritura, contribuye a reducir esas diferencias pero, como efecto colateral negativo, recordemos el no hay mal que por bien no venga, empobrece la diversidad lingüística. Con academias o sin ellas, las lenguas están en continuo movimiento y ninguna de las lenguas actuales, ni siquiera las grandes, será eterna. Un asunto distinto es que queramos acelerar su fragmentación o, en la medida de lo posible, retardarla.

En resolución, una buena educación lingüística tenderá a estudiar y preservar la diversidad interna de cada lengua y, de manera señalada, a fomentar el conocimiento de una variedad funcional común que facilite la comunicación entre hablantes de dialectos y niveles diferentes. Que esta variedad haya pertenecido históricamente a una minoría selecta, como toda la alta cultura, no impide que los pueblos la hagan suya, beneficiándose de sus ventajas  y contribuyendo a su democratización.



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