Proclamaba en tono apocalíptico el lunes 13 de febrero que las
escuelas de primaria y secundaria van camino de convertirse en una
especie de centros de día donde la función asistencial prima
sobre la educativa, esto es, donde los menores están entretenidos, se socializan y
no andan sueltos por las calles tramando fechorías u holgazaneando
los lunes al sol, como los obreros de la película.
Esta degradación de la escuela contrasta, sin embargo, con una
política educativa que hincha los currículos escolares de forma
extravagante, pretenciosa y desproporcionada con la realidad de la
enseñanza obligatoria. Es decir, que se carga a los estudiantes con
más asignaturas y más difíciles en un contexto de competencia
social más despiadado y en un ambiente escolar más conflictivo.
Las asignaturas se convierten en muros que algunos profesores,
críticos tal vez con los muros de Trump y defensores tal vez de la
enseñanza pública, hasta el punto de que no se pierden una
manifestación a favor de esta y en contra de aquel, blindan como la
valla fronteriza de Melilla, convirtiendo sus materias en barreras
imposibles de superar por los alumnos mediocres, ignorando no ya la
sacrosanta atención a la diversidad individual, sino la lógica
social, que establece que no todos los alumnos necesitan la Lengua para estudiar Filología ni las Matemáticas para ser ingenieros. Estos profesores, al igual que los alumnos, padres y autoridades educativas a quienes en el artículo
anterior acusábamos de “reventadores”, son culpables de la
crisis de la escuela. Escudándose en los
programas y en un discurso rigorista de exigencia hacen un flaco favor
a la instrucción pública. Cultivan un elitismo intelectual que no
se corresponde con los objetivos de la enseñanza secundaria y causan
graves perjuicios a un alumnado que por razones de edad es
especialmente vulnerable a las influencias de sus maestros. Se diría,
a juzgar por tales actitudes, que una asignatura es tanto más
respetable cuanto mayor sea el número de estudiantes que fracasan en
ella, y el temor y la veneración que inspira el docente.
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